Alleluia exsultate, jubilate resonaba con fuerza en la magnífica Iglesia Parroquial de San Pedro, en Rivas. Sus frescos severos e intemporales, realizados por el pintor alemán Juan Fuchs Hall, hacían refulgir la cúpula con vida a causa de la luz que se filtraba por un cuadro sin cemento, coronando con belleza la historia del Éxodo. Pio Cerda Walker observaba incansable —con el visaje adepto— a los fieles reunidos en la Iglesia Católica.
El niño, que recibió apenas su primera comunión, cerró los ojos mientras se dejaba cautivar por la angelical melodía que una joven monaguilla entonaba con perfecta desenvoltura; desechando por completo las triviales, anodinas interferencias que el resto de sus sentidos podían captar del exterior; si así lo deseaba podría seguir con sus manos en los bolsillos lo suficiente. Una vez abierta su visión al solsticio, miró erguido en el estrado a su amor no correspondido, ataviada con un sobrio pero elegante conjunto de chaqueta azul oscuro que realzaba la belleza natural de sus pálidas facciones y la calidez rosada que dejaban entrever sus labios. Su característico perfume, exquisito y almizclado, flotó en el ambiente como una vaharada de aire cargado de recuerdos.
El joven Walker, descendiente directo del filibustero yanqui, sonrió con una cortesía no desprovista de una chispa de humor a su amante cuando ésta tomó la palabra. La noche anterior, Pío había estado de un humor bizarro. Su faz tenía un aire melancólico, con dejos de nostalgia. Era como si estuviera intentando evocar algún antiguo ritual perdido ya en tiempos remotos, en otras generaciones. Al menos esa fue la impresión que le dio a Mariangeles al verlo.
Una vez terminada la misa, la dulcísima canción de Mozart dio paso a los compases más lóbregos y solemnes del Ave Verum Corpus. El joven Pio Cerda, ceñudo y taciturno, escrutaba el distante cielo bicolor mientras lamía con gesto ausente la sal de sus labios, fijando la vista en el brillo del sol matutino de la tarde. Sentado en las gradas de la Iglesia, estaba solo sin compañía de su madre, Ricarda Cerda, o de algún otro adulto. Iba por devoción a la Iglesia, solitario ante el desdén de los demás. Su apellido era un peyorativo en aquel país. Su tez blanca, sus cabellos rubios y ojos celestes eran un claro indicador de su descendencia paternal.
El sonido de unas leves pisadas sacó a aquel niño de su ensimismamiento, de modo que apretó las quijadas y tensó los puños a ambos lados de su cuerpo. Su única amiga, Mariangeles Delgadillo, esperó a que su presencia fuera reconocida mientras mantenía una distancia respecto a su contemporáneo. Walker se encontraba paseando por uno de los espaciosos pasillos que conducían a las remotas estancias que regían el sistema límbico no mucho tiempo después, pues estaba tratando de revisitar el sabor a saliva exacto que había captado en los besos que le dio su supuesta amiga después de un día de clases.
Mientras tanto, su querido amor platónico había desprendido de la sotana de color negro, dejándose entrever una camisa blanca de cuello circular gris que adornaba su cuello terso, dónde caían sus ensortijados rizos castaños. Sus ojos pardos ojearon el cielo a su vez, deteniéndose en el célebre astro mientras sentaba su figura delgada junto a su enamorado.
—Disculpa si es muy repentino mi acercamiento, quería ver cómo estabas. —dijo Mariangeles, con un tono de voz etéreo y melancólico.
—No hay problema alguno, realmente el ir a la iglesia y verte me hace feliz. Tu voz es muy bonita, me llena de emoción el oírte entonar. —habló con aparente emoción, el joven Walker.
—¿Cómo te sentís Pío? He visto que siempre eres muy lejano, a veces me cuesta acercarme porque no sé si es lo correcto.
La intimidante boca de Walker se curvó en una sesgada sonrisa, cuando volteo y miro los ojos de Mariangeles. Su reluciente azul cautivo los ojos de su querida musa, haciéndolos brillar como perlas en la mar.
—¿Miedo? Ya comprendo, a veces mi soledad puede llegarse a entender como apatía, pero difiero.
—Abrirse a los demás es muy bonito, no todos tienen que juzgarte por lo que creen que sos.
—No lo sé, solo sé que las personas me cansan. El vacío interno que he poseído, mi apellido vituperado y mi madre ausente me han dado a entender que solo a mí mismo me tengo de compañía.
—No estás solo. —dijo en un tono sombrío su querida compañía.
Walker se detuvo de hablar y pensar, dándose un tiempo para ver la cara de Mariángeles. Admirándola con una particular intensidad, que se manifestaba en la ensoñación casi beatífica que se adueñó de sus rasgos, pues su mente se había volcado en una de las estancias de su palacio de la memoria. Ella, solamente le correspondió con una sonrisa: gesto leve y superficial.
—A veces, todos merecemos ser felices. —rompió el hielo, Mariángeles.
—Tener paz sería gran parte de mi felicidad, pero he de seguir creyendo.
—Para eso estás aquí, conmigo y Nuestro Señor; estar en comunidad es lo único que nos queda.
—Fe, fe, fe… Esa palabra es mi búsqueda personal.
Mariángeles se volteó pausada deliberadamente, buscando la mirada de Walker sin vacilar. La niña de facciones finas sintió que se le cortaba el aliento ante la silueta que se le enfrentaba, aterradora y sublime, con su halo de cabellos rubios y sus ojos de tigrecillo, enmarcando un rostro bañado en espectral luz del atardecer.
Ante la desilusión de su querida, la máscara humana que componía el atuendo habitual del joven rivense se tambaleó, como haciéndose añicos por un segundo, antes de que el mismo tuviera la oportunidad de recomponer su traje de persona y volver a erigir sus barreras con renuente vacilación.
—Cierra los ojos. —dijo Mariángeles, entrelazando risas en melodías.
—¿Para qué? —responde anonadado el joven Walker.
—Sólo hazlo, ¡las sorpresas no serían sorpresas si ya las supieras de antemano!
Walker apagaría sus ojos celestes al cerrar sus párpados como telones de teatro. En un traqueteo de monedas, escucha un susurro en su oído: «Dame tus manos y pide un deseo». «Deseo ser feliz», dijo sin titubear Walker. Depositando un par de córdobas en su mano, el joven laborioso abre su vista y da una pequeña sonrisa a su querida amiga.
—¡No te dije que abrieras aún tus ojos! —dijo Mariángeles entre risas amistosas.
Hubo un momento de silencio. Celosamente, Pío llegó a guardar cada detalle de la cara de decepción de Mariángeles. El joven hombrecillo se preguntó internamente si acaso tendría la oportunidad de seguir respirando para esbozar ese rostro cetrino al carboncillo.
—¿Te gustaría ser parte del corillo de la Iglesia? —le preguntó Mariángeles, con vasto entusiasmo.
—Prefiero mantener a mi madre por ahora, un día seré lo suficientemente acomodado para relegarme a cantar mis creencias sin preocupación alguna.
—Creo que te vendría bien creer más. Creer mejor, en algo puro como Nuestro Señor Jesucristo.
—Cada semana, creo una hora en Dios. Puede que suene triste, pero laburar es lo único que me queda.
—¿Por qué?
—Porque me entretiene pensar que existe algo más allá, un hecho sublime; pero no lo encuentro, no aún.
Mariángeles se levantó confundida. Sin más preámbulos se despidió de Walker, un leve suspiro prolongado se volvió sentencia en la boca del trovador de ojos azules: «Gracias por tu amabilidad». La joven le sonríe y se va devuelta hacia el espacioso y casi vacío templo. Walker solamente observó su estrecha espalda mientras se alejaba, maravillado al constatar que dentro de ella palpitaba una determinación de hierro, tan intransigente y borrascosa como la suya propia. Que era demasiado pura, cómo para ser desengañada por la aparente belleza y tranquilidad de alguien como él.