Cataluña: Te habla un español que te quiere. Y te quiere como los españoles de la meseta castellana desde siglos te aman: con pasión. Con la misma pasión que se quiere a una mujer. Y la pasión, ya lo sabes: va desde el deshojamiento más abnegado de la propia dignidad hasta la ira terrible de esa dignidad exacerbada: hasta el crimen, que por eso se ha llamado pasional. «Quien bien te quiere te hará llorar», dice el profundo adagio nuestro. «La mate porque era mía», dice también otro hondo y apasionado decir de nuestro pueblo.
En pequeño, en mi particular caso de español que te quiere con pasión, ese mismo ha sido el caso de todo nuestro pueblo. De España contigo… Tú eres —has sido y serás siempre, ¡Cataluña!— el rostro de perfil más helénico y clásico de España: la boca que ha vertido en su lírica limosina las más dulces palabras del mundo. Eres la más opulenta y nutricia matrona mediterránea de carnes de oro, playas azules y vergeles de pinos, mar, frutas y acantilados. Por eso nosotros, los castellanos, los españoles de tierra adentro —adustos, secos, ardientes, celosos, vehementes, donjuanescos— siempre te hemos deseado con fiebre en los labios y delirio en las entrañas. Nosotros, los españoles de tierra adentro, los españoles de verdad, ¡no podíamos jamás venderte ni perderte!
Podíamos, por el momento, resignarnos consumidos de pena y pasión. Podíamos, por el instante, morder de rabia nuestros puños, que las generaciones anteriores, abúlicas y suicidas, nos dejaron débiles e incapaces de golpear y de matar. Podíamos resignarnos hasta que nuestros brazos volvieran a tornarse membrudos. Y capaces de empuñar el arma que habría de limpiar nuestro honor. Porque tú, Cataluña, ¡nos pertenecías! ¡Y a nadie más! Y sentíamos el derecho ¡de hacerte llorar! Porque te queríamos.
Por eso las palabras de miel de mis poemas de papel, y mi pluma de trovador —al verse pisoteadas por tu desdén y abandono— se hicieron de hiel, de hierro y de sangre. Y supe encender mis arengas con alarmas de guerra, y crisparse mis manos en un arma de fuego. Y entrar un día de enero —26— en Barcelona, con botas de montar. vestido de soldado, y un ansia incontenible de gritarte: «¡Mía!». Sí. Mía. Nuestra. ¡De España otra vez! Vestido de soldado, con botas de montar, te hablo hoy, enero de 1939, recién liberada; te hablo desde este micrófono de radio como desde una reja, como se habla otra vez a una novia. Detrás de la reja estás, amada Cataluña, contemplando el yugo de mis flechas de Amor con que de nuevo hemos de uncirnos en sacro y eterno matrimonio. Mis rivales —los rivales de España— ahí los tienes: apuñalados en el suelo. Como peleles. Todas las riquezas que te ofrecieron allá se las llevaron aquellos celestinas, traidores y cobardes, que consintieron tu huída del hogar hispánico.