Hace muchos años que leí Un Hombre Acabado («Un Uomo Finito»), de Giovanni Papini. Libro lleno de fuerza, con un deseo ferviente de traspasar los límites impuestos al hombre por el tiempo y el contorno. Esas páginas estaban, además, impregnadas del ambiente de la tierra de Florencia, del paisaje de la Toscana, y revelaban el amor del autor por los caminos polvorientos, los viejos árboles y los montes distantes.
Siempre he tenido una especial predilección por la naturaleza de mi patria. Papini me afirmó en ella. Creí ver una semejanza entre las laderas de nuestras montañas, entre los senderos de nuestros campos y lo descrito por él.
Mi adolescencia fue así bastante influida por ese libro. Admiré a su autor. Y, si entonces lo hubiese encontrado, tal vez se habría cumplido mi más grande deseo de esos años.
La vida es sumamente curiosa. Suele darnos la posibilidad de realizar nuestras aspiraciones cuando estas ya no existen, bien porque hemos perdido toda esperanza de cumplirlas, o porque nos hemos modificado, y otras aspiraciones y urgencias nos impulsan.
Bastantes años después, olvidado de antiguos deseos, he aquí que estoy en Florencia.
El sol de verano cae con una luz tremenda, impidiendo a un hombre del sur del mundo mirar mucho al cielo. Al marchar por las viejas calles, al ir hasta las ruinas romanas y estruscas de Fiesole y contemplar a lo lejos a la campiña de Toscana, con sus montes y suaves tonos, algo surge del fondo del ser: es la distancia de los años y el recuerdo del escritor y del poeta que aún vive aquí. Verlo ahora sería como rendir un homenaje a esos tiempos mejores.
Buscándolo por Florencia, tengo ocasión de ver la Piazza della Signoria, donde está el David de Miguel Ángel y hay una fuente con obras de Benvenuto Cellini. Contemplo el Palazzo Pitti. Cruzo de vuelta el Ponte Vecchio y después asciendo por los escalones de la casa del Dante Alighieri. «Por aquí —pienso— subió Dante, despacio, y con el alma fecundada y madura por la imagen de Beatriz».
Los anticuarios del Ponte Vecchio me han mostrado sus anillos y sus trabajos primorosos. Uno de ellos me ha dado también la dirección de la casa de Papini. El escritor vive en Via Guerrazzi, 10.
Pero Papini no está en Florencia. Se ha ido a pasar este verano a la costa del Mediterráneo, a Forte dei Marmi, cerca de Viareggio. El tren para Viareggio no sale hasta las cuatro de la tarde. Puedo contemplar mientras tanto las pinturas de Fra Angelico en el Museo San Marcos. Y encuentro que es maravilloso que con esta luz y este calor el hombre se transporte hasta las profundidades de la luz mística. Porque cuando hay tanta luz afuera, debe ser difícil encontrarla adentro…Sin embargo, en Fra Angelico aparece la «voz de Dios», envuelta en la luz definitiva y en el calor del verano de Italia.
A Forte dei Marmi llego en la tarde, ya oscuro. Y no veo ese mar antiguo, cuyo oleaje se siente próximo. Un automóvil me lleva a la villa donde se encuentra Papini. Y entro en un parque en sombras, descuidado.
Nadie viene a mi encuentro; me guío por una débil luz y un rumor de conversación. De este modo caigo en medio de una reunión familiar en el jardín de la villa.
Algunas personas se levantan, y despupes de un breve cambio de saludos, se van y me dejan solo con el escritor y su esposa.
Papini es más joven que Hesse; sin embargo, se ve más desgastado, más destruido. Es alto y con su cabello disperso. Está completamente ciego de un ojo. Da la impresión de ser un hombre que ha ido dejando trozos de sí mismo en su paso por la vida.
Inicio mi conversación contándole que hace muy poco he estado con Hermann Hesse. Me explico mal al decirle que este me ha expresado que lo fundamental en la vida es tratar de oír la voz de Dios. Hesse no me ha dicho tal cosa, sino que «en el fondo de toda religión se encuentra la voz de Dios». Pero no alcanzo a rectificar, pues me responde: «En esta afirmación no hay nada nuevo».
—Lo importante —me agrega— es saber si Dios tiene algún interés en hablar a los hombres. Luego, si los hombres son capaces de oír a Dios, si es que él les habla. Y, por último, si los hombres puedes interpretar la voz de Dios, si es que la escuchan.
De Hermann Hesse, Papini solo conoce su libro Siddhartha. Me doy cuenta de que en Europa los escritores se ignoran más que en Sudamérica.
Luego nos referimos a su comentado artículo sobre América del Sur. Papini se extiende largo sobre esto. Dice que ha sido mal interpretado, que él no ha restado posibilidades al futuro de nuestro continente y que solo ha dicho que al presente no tenemos ni a un Cervantes, ni a un Dostoyevski, ni a un san Juan de la Cruz, ni a un Napoleón.
Me parece adivinar en Papini una extraña preocupación y cariño por Sudamérica, los cuales, en un temperamento apasionado y polémico como el suyo, se manifiestan en el ataque y en la crítica.
En la oscuridad de esa tarde, se me aproxima y me pregunta:
—¿Hay muchos indios en Sudamérica? ¿Es usted indio…? Yo no alcanzo a verlo, porque estoy casi ciego…
Su esposa sonríe. Y le dice que no lo parezco.
Entonces Papini comienza a hablar de Europa. Con gran fervor se expresa de su mundo, y me dice que cree que Europa siempre seguirá siendo la cabeza del mundo; porque se vuelven a dar las necesarias constantes de peligro, de inseguridad y de extremas tensiones que hacen que el espíritu se mantenga vigilante. Es este el terreno propicio para las más altas creaciones y para el resurgir de las mejores individualidades. Europa se parece a Grecia, en un plano más amplio; dividida en naciones, siempre ante el peligro de la invasión de los bárbaros, debe crear y superarse para sobrevivir. La latinidad tiene un gran papel que cumplir en esta pugna y en el equilibrio final. Italia, España, Francia y Sudamérica (que también es latina de espíritu, según Papini) son imprescindibles para la integración del mundo del futuro. La catolicidad es el elemento sin el cual se produciría el caos.
Yo recuerdo que Keyserling —que a mi manera de ver es uno de los escritores «sudamericanos» más auténticos, y que llegará a serlo todavía más, a medida que el tiempo pase— ha dicho que la espiritualidad de Europa se debe a su división y polarización entre naciones pequeñas. Y una de las razones por las cuales creía él que en Sudamérica también podría advenir el espíritu es porque se encuentra dividida en naciones como Europa.
Ha pasado el tiempo. Papini detiene la charla y sube a su cuarto de trabajo, en busca de su último libro. En su ausencia, su esposa me ofrece una taza de café y me cuenta que el escritor ha pasado un mal año, pues ha estado muy enfermo. La esposa de Papini es una mujer bella y cordial.
—¡Cuánto ha trabajado Giovanni en su vida!— me dice.
Al volver, el escritor me trae de regalo su último libro, impreso en italiano: Le pazzie del poeta («Las locuras del poeta»). Y me lo dedica escribiendo en español: «Su amigo de una tarde».
Después ambos me acompañan hasta el automóvil que me espera. Como la noche está oscura, Papini se apoya en mi brazo y en el bastón. Camina muy erguido en las sombras. Tanto él como su esposa desean que me quede a comer con ellos, y su cordialidad es emocionante. Papini me pregunta si me alcanza el dinero para el taxi, o si traigo lo suficiente para mi viaje por Italia. Ese luchados, ese poeta, busca nuevas formas de manifestar su simpatía a este sudamericano, «amigo de una tarde».
En la noche, escuchando el golpe de las olas del Mediterráneo, siento cerca el brazo de ese luchador que tanto admiré, y no puedo menos de reflexionar que es maravilloso que el destino me haya permitido marchar aquí, en este viejo mundo, del brazo de mi ya lejana adolescencia.
Papini no podrá saber nunca lo que para mí significó encontrarlo a él y a su Florencia: una vuelta a esos años en que éramos libres, porque todos los caminos estaban aún frente a nosotros…