Es tiempo de escribir: ahora, casi a los cincuenta años, puedo decirlo todo sobre mí mismo, con una apariencia de legitimidad, desde el punto de vista de la melancolía, que es, para mí, el único posible. Nunca me habré aceptado, nunca me habré justificado, siempre me habré acusado.
Mi sensibilidad es enteramente culpa y, sin embargo, por otra parte mi espíritu es de los más objetivos. Acepto todo de los otros, nada de mí mismo.
Uf, ahora que estoy afuera, puedo, tranquilamente, considerar mi vida como algo pasado.
No sé quién puso en mí esta preocupación, sólo sé que siempre estuvo allí. Siempre me he preocupado de mi cuerpo.
Desde mi infancia, en el estrecho patio de recreo de mi colegio, durante los breves instantes en los que no estaba sentado delante de mis libros, he aspirado a ser fuerte y valiente.
No he sido ni lo uno ni lo otro, porque la educación en mi familia ya había debilitado la fuerza, y esa fuerza no era de un muy buen metal hereditario y el pensamiento la había recubierto tempranamente. Pero nunca me resigné a mi debilidad; durante mucho tiempo albergué la esperanza de vencerla y siempre experimenté, en mi fuero interno, un gran malestar al saberme incapaz de cualquier superioridad muscular. El sentimiento, que siempre tuve, de ser inferior a la medio de los hombres vigorosos con los que me podía encontrar, tanto en la vida privada como en la pública, fue explotado muy hábilmente por mi complejo de inferioridad. Y este lo ubicó en mi primer plano.
Me extraña ver cómo a mi alrededor los hombres, tanto los de acción como los de contemplación, guardan silencio sobre este tema. Estoy convencido de que son mucho menos inconscientes de él de lo que aparentan, y que despliegan, esta materia, tesoros de hipocresía, tanto para los demás como para con ellos mismos.
La psicología de los escritores y la moral de los políticos están falseadas por la ignorancia, por el disimulo que se permiten sobre este punto.
En mi entorno algunos intelectos eran sensibles al llamado del deporte, el movimiento de la renovación del cuerpo, la filosofía de la fuerza y la energía, no sólo únicamente moral sino física, la especulación según el ejemplo anglosajón. Para restituir bien toda esa tendencia, no habría que desestimar nada y, menos aun, la literatura infantil y popular.
Mis padres me habían abonado el Journal des Voyages. Esto no significó una influencia menos. Todo allí era alabanza de la fuerza corporal. Al niñito exaltado de esa forma se lo mandaba, después, a encerrarse ocho horas seguidas con libros y cuadernos.
Un amigo de mis padres era adepto de la gimnasia de alcoba y, reprobando la negligencia de mis progenitores, me alentaba en los rincones a manipular las halteras. En el colegio, fuera de los juegos tradicionales de los niños franceses en el patio, durante una hora y media, había una ridícula clase de gimnasia, una hora por semana. No había ningún equipo de fútbol, ni de otra cosa.
En mis tiempos de estudiante, apenas jugaba un poco al tenis. Mis padres encontraban que formar parte de un club le acarreaba gastos excesivos a un joven.
El espectáculo de la vida inglesa me remeció, pero no me hizo abandonar el hábito, ya adquirido, de soñar con una actividad atlética a futuro. Soñaba con entregarme a los deportes más violentos, rugby y box. Pero pasaban los meses y llegué al regimiento habiendo intentado apenas el remo, la equitación, la esgrima. Lo único que había practicado con cierta regularidad era gimnasia sueca delante del espejo; eso, al menos, evitó que me encogiera.
A partir de ese momento, había fallado en aquello que sabía esencial y que era ser una bestia capaz de enfrentarme a las bestias. Sabía que no existía en mí la brutalidad capaz de enfrentar cualquier otra brutalidad. Me encontraba en la calle, a mercer de cualquiera. Percibí muy claramente que cuando participaba en peleas y disputas en el Barrio Latino, lo hacía siguiendo un impulso intelectual. Aprovechaba el desorden y el azar para evitar los golpes que me hubiese reducido a nada, lo que realmente era en ese orden de cosas.
Un obrero, un policía podían acabar conmigo en un abrir y cerrar de ojos, al igual que muchos otros hombres de mi medio que habían practicado deportes.
A partir de allí todo lo que hiciese o dijese no tendría sino un valor relativo y como exterior a mi persona. No estaba en condiciones de quitarle una mujer a cualquiera, de defender una idea contra cualquiera. Todo lo que se relacionaba conmigo, todo aquello a lo que me vinculaba estaba teñido por la fragilidad y la incertidumbre.
Y percibía también que, muy de antemano, rehuía las pruebas que yo mismo había vuelto demasiado pesadas. Me mantenía al margen insensiblemente de cualquier afirmación demasiado fuerte en cualquier ámbito. Me volvía furtivo, alusivo, irónico. Me alejaba de una filosofía del ser, de una vida viril.
El erotismo se ofrecía como una compensación, una distracción.
Se me objetará que la afirmación no hace a todos los hombres enclenques y que, como no era enteramente enclenque, si acuso a mi debilidad es que veo en ella una excusa para la deficiencia de mi alma. Es posible, pero no es menos cierto que, al describir así la curva de mi experiencia individual, creo sinceramente describir la curva de una civilización y mostrar concretamente cómo el Hombre se aleja de toda realidad.
He sido débil, pero he pensado sin cesar en la fuerza. Siempre he tenido un agudo sentido de lo que ésta es y de su papel indispensable en el pensamiento.
A los hombres fuertes y valientes les ha extrañado siempre mi lucidez y mi intuición en este punto: por ello, me han despreciado con mayor ahínco. ¿Cómo podía estar tan lejos de la verdad, estando al mismo tiempo tan cerca? ¿O por qué los obligaría a pensar en lo que yo mismo no era y a reprochármelo? Qué impertinencia, qué provocación, qué perversión.
Tendrían que haber admitido la debilidad de un hombre instalado en su debilidad. En nuestra civilización, los hombres de fuerza física están dispuestos a respetar a los hombres de toga y de bufete. Pero que no se les ocurra rozarlos.
En el colegio, me obligué a pelear varias veces, y dentro de la pelea, pasado el umbral de la aprehensión nerviosa, iba bastante lejos en el dolor. Pero, enseguida, no llegaba al punto más álgido de las peleas en el Barrio.
Esta aprehensión física de la rudeza y de la brutalidad que se transforma en una psicosis, una obsesión, y que comienza como una inhibición fácil de extirpar, desempeña un papel fundamental en las relaciones de clase, en las actitudes políticas. Hace que exista un abismo entre el burgués y el obrero.
Lo único capaz de abolir.
Mi innoble familia, mi familia no noble, mi familia de asquerosos pequeñoburgueses, de ciudadanos enclaustrados, ahogó mi cuerpo en los algodones de una atmósfera exclusivamente pacífica. Esta atmósfera prescindía por completo del principio agonístico y dramático del universo. No sabía lo que era un golpe, una amenaza (no obstante, ¿acaso no recibí cachetadas, palmadas en las nalgas?). La tormenta estaba lejos, del otro lado del vidrio. La enfermedad no enseña nada, no es un golpe, sólo el golpe cuenta. En nuestros climas no hay terremotos. Las epidemias son poco importantes; los incendios, infrecuentes. Yo era hijo único, no tenía ni hermanos ni hermanas para golpearme, morderme, contradecirme, amenazarme, refutarme.
Cuando, a los nueve años, entré al colegio, ya era, pues, un pequeña cosita delicada. No había, me parece, jugado nunca con otro niño. Mi abuelo era un histérico de la paz, un alucinado del universo de algodón. Él, que vivía en el universo más apacible, lo encontraba aún lleno de amenazas. El movimiento más nimio lo ponía en estados de trance, temblorosos y gritones. Se moría de miedo en un coche, la sola idea de atravesar la calle lo enloquecía, miraba por la noche bajo las camas en busca de ladrones. La más mínima enfermedad lo hacía gemir y pedir auxilio a su mujer y a los Purgon.
Era por completo un personaje de ese universo débil, desvirilizado y más o menos irreal que describieron los escritores de la segunda mitad del siglo XIX: era el debilucho Sylvestre Bonnard, Proust, Des Esseintes.
Su mujer se rebelaba contra esos excesos. Aunque su padre había sido un rentista de provincia que había sido un rentista de provincia que había llevado una vida bastante inofensiva, cultivaba la tradición de Rousseau en la que sin duda subsistía o reaparecía la tradición de las costumbres antiguas: tenía el culto del aire libre, de las largas caminatas (por placer, iba de Caen a París a pie), del agua fría, del levantarse temprano. Poca ropa, poco abrigo, poco fuego.
Pero, hija única, tuvo una hija única, y cuando se trataba de mí, hijo único (que no tengo hijos), oscilaba entre la doctrina heredada y la insinuación que se respiraba en el ambiente, la histeria de su marido. Me incitaba a la rudeza, pero me mimaba al mismo tiempo. Mi madre había heredado la histeria de su padre.
Mi padre, que había tenido hermanos y que había sido educado bastante rudamente en una pequeñísima ciudad campesina de Normandía, entre hermanos y hermanas, en una cierta tradición de orgullo bastante similar a la de mi abuelo materno, que había hecho un año de servicio en la artillería, que había sido bastante fuerte y flexible, era prácticamente un abulico y un fanfarrón. Colérico y pusilánime, vivía en un perpetuo retroceso ante la más mínima afirmación de voluntad procedente de los otros. Retroceso brevemente interrumpido por cortar intenciones de contraataque.
El miedo físico no jugaba ciertamente ningún papel en su cobardía, enteramente moral. La imposibilidad que se desprendía de las costumbres del siglo, de utilizar su disposición física era ciertamente el origen de su malestar, de su parálisis. Máxime cuando ya varias generaciones habían sufrido ese malestar antes que él y se había [falta una palabra]. Mi bisabuelo había participado en el final de la guerras del Imperio, muy modestamente, sin brillo.
Lo que importa señalar es que, mientras más los humanos viven en la paz, el confort, a la distancia de las calamidades y de las catástrofes climáticas, más se encuentran a merced del miedo. Mi abuelo, que vivía en el corazón del siglo XIX más pacífico (es cierto que había estado en el París asediado en 1870, pero no había sido sino una especie de guardia nacional, empleado de oficina, y había huído en el momento de la Comuna, a través de las líneas alemanas, hasta Bélgica), era a menudo asaltado por el miedo, como lo he dicho. Y yo, niño delicado, ignoraba los golpes, pero no por ello dejaba de conocer el miedo. Miedo de la sombra, de la noche, de la oscuridad, miedo de los ladrones, de los espíritus, de los demonios -miedo suscitado por criadas que eran campesinas y que me comunicaban algo de la experiencia campesina de un universo peligroso, lleno de amenazas, muy diferente al de las ciudades.
De tal modo que llevaba al colegio un cuerpo débil, nunca ejercitado en el juego, apenas rozado por el aire libre de las vacaciones y, allí adentro, un alma neurótica.
La mitad de mis compañeros era, sin duda, como yo, pero la otra mitad era un poco más ruda. Tenían hermanos, ya habían jugado. Establecí de inmediato, respecto a estos últimos, una relación de admiración temerosa y de emulación soñadora y endeble, que se expresaba mediantes brotes espasmódicos.
Me instalé de inmediato en el famoso complejo de inferioridad, demonio moderno, demonio nacido en las ciudades y hecho para atormentar al habitante de las ciudades, al niño de las ciudades, a la rata de las ciudades, al hombre destituido. El “complejo de inferioridad”, era extraña y monstruosa abstracción detectada por los pedantes, es un demonio sin rostro, bien digno de la época. Pero esa abstracción designa una herida muy real. El niño, destituido de su cuerpo, privado de su cuerpo, es una presa designada para [falta una palabra].
Durante diez años viví en un colegio, encerrado entre sus muros estrechos, en pleno París. Cuán alto y aplastante era el muro que dominaba el “patio de recreo”. Ese patio no era sino un anexo descuidado de la clase. Y de ese patio y de esa clase yo volvía al estrecho departamento de mis padres.
Teníamos un cuarto de hora de recreo a las diez; una hora, de las doce a la una, un cuarto de hora a las tres menos cuartos, media hora de las cuatro a las cuatro y media. Y si hubiésemos tenido mpas, no habríamos podido dejar lugar para el inmenso trabajo intelectual que se nos exigía, para tragar todos los resultados, todos los residuos de varias civilizaciones, antiguas y modernas.
Cuando bajaba al patio, súbitamente me volvía loco. Nuestros primeros gritos, nuestros primeros soltos desataban en mí un furor extramo. Cada día creía que sería el más fuerte o el igual de los más fuertes, que el exceso de mi impulso reemplazaría la fuerza que me faltaba. Jugábamos a la caza del ciervo o al balompié y siempre un cuerpo más duro, más rápido me quebraba, o un cuerpo más hábil me ganaba. Había un grupo de jóvenes atletas en ciernes que me sobrepasaba definitivamente.
Sin embargo, me hacía notar a causa de mi vehemencia. Mis éxitos en clases se trasladaban al patio. Mi imaginación hacía el resto: era reconocido como el jefe. A menudo, los jefes son así. No es el más fuerte, sino el que más se deja llevar por su fuerza interior, por poco que ésta se vuelque hacia el exterior.
Esto no se hacía sin resistencias ni reticencias: los más fuertes me rechazaban, recordándome mi aspecto inferior; los más débiles y los indiferentes se burlaban de mi ambición excesiva.
Por qué vuelvo a estas de la infancia. Hay allí un rasgo de esa decadencia que persigo en todas partes. El decadente se vuelve hacia su infancia porque es la estrecha y única fuente de frescor en su vida. Tiene nostalgia de su infancia como tiene nostalgia del pasado de su raza, que era juventud. El pasado es la juventud: repetiré esto hasta mi último suspiro.
No me transformé en orador, jefe político, porque sentí muy claramente la poca respuesta, o la falsa respuesta, el aplauso superficial que encontraría en el público francés. Hay en mí un conductor de hombres, un caudillo muerto al nacer, pero cuyo aborto ha vuelto a comenzar cada día y ha atormentado toda mi vida, dejando en mí una amargura sin nombre.
He dormido sobre mi misión como sobre la dura almohada de la aflicción y la desesperación.
He vivido en una esterilización terrible de ciertas partes de mí mismo. Hay en mí un Hitler abortado. Me acuerdo de esa fiesta en el colegio. Una fanfarria interpretó la Marsellesa en el patio y, al darme cuenta de que muchos chicos habían permanecido en la sala del banquete sin prestar atención al himno, corrí a la sala y grité: ¡de pie! Estaba tan exaltado que un joven sacerdote vino hacia mí y me pidió excusas. En su mirada había tanta extrañeza y reverencia que súbitamente sentí en mí una fuerza excepcional y dudé de mi futuro, que imaginaba enteramente dedicado al retraimiento, al sueño y al ocultamiento.
Nací demasiado tarde en una Francia demasiado vieja. Hoy en día no lamento no haberme desgastado intentando despertar un pueblo muerto, de jugar el papel de Demóstenes. Comprendo que Maurras y Daudet se hayan instalado en su misión y hayan transformado en retórica amable sus voluntades demasiado violentas. El señor Herriot es suficiente para Francia.
Sé que toda confesión de parte de un contemplativo en una obra impía, pues muestra humanidad alterada, trizada, falseada. Quien se dedica a la contemplació no es más un hombre, debería abstenerse de hablar de él mismo. El hecho de que un día se entregara a la contemplación desnaturaliza, desde su nacimiento, al hombre normal que hay en él. Y, sin embargo, se presenta como ideal, como modelo, como ejemplo.
Y, después de él, muchos serán los hombres que sentirán, actuarán, pensarán inspirándose en él; justificarán sus debilidades. Así, quien se entrega a la contemplación formentará la decadencia.
No obstante, existen Montainge, Goethe, los grandes humanistas que intenta establecer el equilibrio, en sus personas que se proponen como modelos, entre el pensamiento y la acción. Pero el pensamiento prima con mucho sobre la acción en los ejemplos que dan.
En este lugar, ¿muestro el contemporáneo tipo o el eterno contemplativo?
Se comienza tan temprano a esquivar los golpes en el alma y en la vida. Si no los esquivaba en el colegio, al hacerme universitario sí que comencé a esquivarlos. Es que en el colegio vivía en un marco humano, suficientemente estrecho, conocido por todos, conociendo a cada uno, por lo tanto controlado. El hombre es hombre sólo si vive en su pueblo o en una estrecha ciudad, en la que es sin cesar puesto a prueba y controlado. Pero en una universidad como la de París no hay vida en cuerpo. Apenas entré, comencé a ceder a la facilidad de perderme en la multitud.
No más vida en común, no más miradas fijas en mí. Había manifestaciones a las que se sentía convocado mi ardor cívico: por ir o no ir. Y, si iba, podía ubicarme en el centro del grupo o en los márgenes. Me arrojaba, primero, al centro y luego me encontraba en los márgenes. No había sentido el marco y cedía al azar aparente que, de gesto en gesto, me arrancaba al núcleo más asfixiante y me llevaba hacia atrás o hacia los lados.
Por otra parte, cada vez menos ejercicio. Ya ni siquiera la agitación descoordinada y demasiado breve del recreo (de hecho, en los últimos años, ya no jugábamos y nos paseábamos, cuales filósofos, despreciando, burlándonos de la agitación de los más jóvenes).
Mi corazón se acostumbraba a la languidez, a la negligencia. El esfuerzo llama al esfuerzo, un músculo ejercitado siente la necesidad de ejercitarse; un músculo no ejercitado siente fastidio pero se acostumbre a no escucharlo. La circulación de la sangre se habitúa a la pereza. Los nervios, menos tonificados, crean un medio favorable a la aprehensión. En la manifestación no corría, también, a causa de ello. Me dejaba conquistar por la soledad, por todos los placeres egoístas de la gran ciudad. Paseos, ensueños. Cada uno se vuelve espectador y ya no hay sino espectadores uno de otros.
El hombre está maduro para la contemplación última del teatro y del cine.
A una muchedumbre que se manifiesta le parece natural huir ante la policía y el ejército. A partir del momento en que existe una policía fuerte y organizada, con armas superiores, la libertad no es sino una palabra, comienza la decadencia. El pueblo pierde su energía.
Muy pronto me di cuenta de cuánta simulación había en las manifestaciones modernas. Son una escuela de debilidad. Un hombre sale de ellas menos fuerte de lo que entró, más hipócrita, experimenta en ellas su debilidad, la justifica gracias a la de todos los demás, de la que ha sido testigo, se acostumbra a sobrevalorar sus gestos.
He salido de ellas sin un golpe.
Antes de entrar al regimiento, la ruptura en mí entre el espíritu y el cuerpo era débil; había, entonces, una contradicción entre las violencias posibles del pensamiento y la inercia, la neutralidad del cuerpo. Si gritaba “viva esto” o “viva aquello”, ¿qué quería decir? Poca cosa, puesto que mi cuerpo me seguía, no se proyectaba naturalmente a la calle para recibir todas las patadas y los golpes de puño posibles, para soportar duramente patadas y golpes de puño.
Participaba en la mentira de una muchedumbre de gran ciudad que no es sino una perra asustada, aullando, retrocediendo, huyendo, una escuela de fanfarronería y cobardía.
La coronación de tal estado de comportamientos colectivos es necesariamente el establecimiento de un régimen autoritario. El régimen de la policía precede al de la tiranía y lo llama.
He visto manifestantes demolidos a golpes por los policías, curvando la espalda, escondiendo la cabeza entre los hombres, pisoteados, martillados a golpes de botas. Este espectáculo, para lo demás, es más deprimente que exaltante. Y, de espectáculo en espectáculo, la muchedumbre se vuelve menos numerosa, se atenúa, pierde la capacidad de reacción.
Si sólo hubiesen los golpes de puño, pero también están los golpes de pies, los golpes de talón en las partes íntimas, en el vientre, en los riñones, en el cóccix, en las tibias. Y cuando estamos en el suelo, con el rostro triturado, el vientre destrozado. Sin contar con los golpes de bastón, los golpes de culata. Golpes. Golpes.
El hombre moderno está hecho antes para resistir a la abstracción del fuego que a esa materialidad del cuerpo humano.
El mieod de la policía se extendió como una sombra sobre mi adolescencia. A partir de allí, era un mal ciudadano, un falso ciudadano.
A todo esto se mezcla la cuestión de las clases. Hay una diferencia entre la burguesía y el proletariado. Pero esa diferencia se pierde entre las distinciones que se deben hacer. Sólo una muy pequeña parte del proletariado trabaja aún con sus músculos, a pleno rendimiento. Cuántos “manuales” que, puestos junto a la máquina, no lo son más que de nombre. Y cuántos artesanos no realizan sino trabajos delicados. Y, luego, cuántos empleados. Por otra parte, la pequeña burguesía produce más sicarios de lo que se piensa.
Me parecía injusto encontrarme frente a un “manual”, mil veces mejor preparado que yo, policía u obrero.
Me consolaba con la esperanza de la guerra; pero desde que entré en el ejército pude adivinar mis ilusiones.
Yo, estudiante, abúlico y delicado, me encontraba de pronto en un cuartel de infantería, mezclado con pocos de mis semejantes, a un multitud de “manuales”, campesinos o citadinos.
Encontré muy poca rudeza entre mis compañeros. Los más duros, los campesinos, eran poco diestros y no movían sus cuerpos sino forzados; eran campesinos normandos roídos del alcohol, poco sanos y lo menos partidarios posible del ejercicio. Los obreros parisinos parecían más bien empleados. La audacia física que se nos pedía poca cosa. Fuera de las caminatas y de algunas tentativas de gimnasia con aparatos, el servicio en el campo era poca cosa.
La buena educación y la sumisión reinaban en los cuartos y nunca vi allí peleas ni disputas.
Mis suboficiales y mis oficiales notaban mi falta de entusiasmo y la encontraban natural de parte de un intelectual a quien sabían que debían respetar. Apenas sentía un poco de desprecio y de desconfianza en algunos de ellos, mezclados con cierta incomodidad y perplejidad. Pues aún tenía esos breves impulsos, antaño tan numerosos y repetidos en el colegio.
No era un muy mal soldado; era obediente, puntual, pero carecía por completo de esa vivacidad, de ese porte que podían transformarme en un jefe. Todo lo hacía por esfuerzo. Transpiraba tedio.
Mis mejores jefes, que tenían una cierta noción del orgullo viril, me reprochaban mi apocamiento y la modestia que mostraba: es verdad que la pequeñísima ambición, la única que me era permitida, me asqueaba: transformarme en oficial subalterno no me apasionaba. Mandar a un puñado de hombres, en la rutina casi escolar y burocrática de la vida de cuartel, no me entusiasmaba sino en ciertos instantes, cuando pensaba en el conocimiento muy particular de mí mismo y de los otros que esta vida me prometía. Pero en algunos meses había adivinado más o menos todo, había alcanzado y logrado todo sobre esta experiencia y prefería conservar la libertad de pensamiento y de aspecto del simple soldado.
El problema era aquí más psicológico que físico y su explicación es más inmediatamente política. Era víctima de la igualdad democrática, que no es sino una consecuencia de la condición general de la humanidad en la civilización citadina.
La guerra cuenta poco o nada, como se podría creer, en esta experiencia. La guerra moderna no es un combate de cuerpos, sino de mentes; no es un combate de individuos, sino de masas. La guerra moderna no es más que un aspecto de la sumisión del hombre a la máquina. Es una fábrica apenas más loca que las otras: es sencillamente la sociedad industrial y citadina en su paroxismo, triturando los nervios y los corazones.
Me sabía, tras algunos meses, tan alejado de esa prueba decisiva para el hombre que es el cuerpo a cuerpo como durante mi vida fingida en París. Los pocos ataques en los que participé se parecían deplorablemente a las vagas olas de exaltación de las multitudes en las manifestaciones del primero de mayo. Uno de los adversarios retrocedía antes de que el otro pudiese alcanzarlo.
He analizado a fondo todo esto, de hecho, en Comédie de Charleroi.
El único malestar que me provocó mi debilidad física vino de mis propios camaradas. Me ocurrió, algunas veces, encontrarme frente a un cabeza caliente, un borracho, y tuve que fingir arroja antes que abatirlo, que era lo que ese animal merecía y deseaba.
Mi cuerpo pudo escabullirse en la guerra como se había escabullido en la paz. La guerra moderna no está hecha a la medida del cuerpo humano, lo utiliza poco, sólo como carne de cañón. El cuerpo sufre, pero trabaja muy poco. Sufre todas las fatigas y los sufrimientos posibles: el frío y el calor, el hambre y la sed, todas las contusiones, desgarros, desmenuzamientos que los verdugos de ningún tiempo fueron capaces de inventar; pero se ejercita poco en esa prueba fundamental que es el combate de hombre a hombre. Esto explica por qué la guerra ha formado tan pocos hombres audaces para el combate político, al menos en Francia.
En la batalla me comporté de acuerdo a mi carácter, tal como se había definido desde el colegio. Bruscos y cortos impulsos caían en la abulia y la indiferencia, y enseguida el cansancio. El tedio se apoderó de mí en el campo de batalla, como en el patio del cuartel o en el patio del colegio. Y, no obstante, yo no tenía ningún genio particular que justificara tanto tedio.
El miedo y el coraje saltaron sobre mí al mismo tiempo. Sólo los seres excepcionales, arriba y abajo de la escala, reciben la visita exclusiva sólo de uno de ellos. Raros son aquellos que se muestran sólo valientes o sólo miedosos. A la larga, casi no hay ser que, al revés de su comportamiento ordinario, no tenga la súbita revelación de un pánico inverso. Los más cobardes tienen un cuarto de hora de arrojo, y los más valientes, treinta minutos de depresión.
El problema más ordinario es, pues, el del equilibrio inestable entre la valentía y el miedo, que se entregan en uno a una lucha sin cuartel.
En mi caso, el coraje dominaba al comienzo con la excitación de la curiosidad y se prolongaba gracias a la rabia. Me daban rabia los cobardes que veía a mi alrededor, pero también las semejanzas con ellos que veía en mí mismo.
El coraje se confundía también con el olvido momentáneo en el que me ponía la construcción de mi verdadera condición. Sentía con nitidez los movimientos de mi imaginación, lleno de ideas pese a la situación muy incierta en la que veía a mi compañía; sentía la responsabilidad de todo cuanto veía a mi alrededor y bastante más allá y creía poder tomar decisiones interesantes.
En varios combates, a comienzos de la guerra, esto me llevó a extrañas situaciones. Me acercaba a un capitán, incluso a un comandante, y le proponía tal o tal medida. Esto, en circunstancias de que no era sino cabo o sargento y que había abandonado mi puesto. A pesar del desorden del combate, se mostraban extrañados y ofendidos y me recordaban mi grado. No obstante, en una o dos circunstancias más trágicas, en las que súbitamente lo que hace un grupo de hombres parece la medida del destino de todo el ejército y de todo el país, vi iluminarse un rostro y admitir mi presencia como una revelación. Era el rostro del abad en la fiesta del colegio.
Pero la afortunada coincidencia no duraba; vuelto a caer a lo más bajo de la jerarquía, no pensaba ya en salir de esa condición y me abandonaba al tedio.
Entonces sobrevenía el miedo. El miedo era el rostro gesticulante del tedio. Encontraba pequeñas las circunstancias en las que estaba, insignificantes los personajes que me rodeaban, no veía ya los grandes fines. Toda la inteligencia y la invención que hervían en mí me parecían despreciadas y pisoteadas por una odiosa mezquindad. El peligro, que hasta ese momento había mirado en menos, se me aparecía bajo las formas insoportables y fantásticas de una pesadilla inmóvil.
Volvía a ser egoísta y una neurosis solitaria y alucinada me hacía comenzar a temblar.
Enseguida venía la rebelión: con rápida astucia, calculaba cien medios de huir y de engañar esa maquinaria sumaria que me atrapaba. Con un poco de imaginación y de sangre fría, no era muy difícil escapar de esa jaula. Peor para ellos, son muy estúpidos.
En los momentos patéticos, cuando estaba completamente volcado en lo común, me encontraba en las condiciones que había conocido en el Barrio Latino, a las que me había llevado mi negligencia física o mi indolencia intelectual. Íbamos a partir al ataque. Me decía: “Yo, frágil, voy a encontrarme frente a frente con un bracero pomeranio. Tendrá la misma ventaja desproporcionada sobre mí que yo tendría sobre él si lo obligaran a disputarme el lugar en un torneo literario. ¿Voy a aceptar ese azar imbécil?”. Es verdad que mi fusil estaba cargado y podía aniquilar de antemano el efecto de su gruesa musculatura.