En los últimos días Robinsón ha sufrido de morriñas y saudades, lo cual no es nada extraño, dada su condición misantrópica, y el hecho mismo que desde su Insula no hay con quién pueda conversar, puesto que desde que Viernes huyó con la vajilla y se llevó varios tinteros, quizá para tomárselos creyendo que son sangre de alguno de sus congéneres, no ha podido cumplir con su costumbre de escribir la bitácora de sus desventuras, lo cual ha aumentado su desazón y su intolerancia hacia si mismo (que es la que ejerce con plenitud y a conciencia).
Hace varias noches que padece de un sueño intranquilo, que ni siquiera puede sosegar leyendo a uno que otro autor de la literatura nacional, pues para su sorpresa ha descubierto que en sus ex libris hay exponentes de la literatura vernácula; entre los que soporta se encuentran: sor Juan Inés de la Cruz, José Vasconcelos, Martín Luis Guzmán y Rubén Salazar Mallén, quien alguna vez en el mundo fue su maestro, y al que debe que haya tomado un derrotero definitivo su vocación literaria, lo cual no deja de ser un acto simbólico de venganza de El Frankenstein o La Svástica contra el miserable salón literario mexica* .
Se dijo mientras que ponía una nueva línea de estacas en su fortín, por si los caníbales decidieran un ataque en alianza con las amazonas negras, que pese a ser muchos menos que los antropógafos, sus flechas y sus dardos, lanzados con férreos brazos de ébano causan verdadera preocupación en Robinsón, a pesar de su pistola y sus tres mosquetes, además de su espada y de un boken o katana de madera, regalo de un samurái, el cual siempre mantuvo oculta su personalidad, y del que lo único que se sabía es que había practicado la vía del kamikaze o viento divino que Robinsón recordó haber visto alguna vez en los magníficos videos Walhalla que se editan en Argentina.
Mas, pese a su trabajo en que adelanta por amor al deber, aun cuando a veces se aburra de las largas horas que entrega a las obligaciones que ha de cumplir para sobrevivir, particularmente de las prácticas que se acentúan con la soledad, como lavar los cachorros, apagar el fuego del hogar, cortar la leña, mantener la estufa subterránea. Robinsón se dijo si verdaderamente toda la literatura nacional a excepción de sor Juana podría servir para envolver salami, como dicen que comentó Lope sobre la extensión del Quijote, al que alabó ya que podría ser empleado para guardar unos abundantes embutidos. Pera ya se dabe que el mundo de la literatura es donde, quizá, más que en ningún otro, se revela la mezquinidad interna y el afán de figurar (lo que no se refiere a escritores de la talla de Lope de Vega, Cervantes y sor Juana).
En las noches Robinsón se atraganta de vértigos y se descompone en insomnios. No tolera que la vida pase sin tomarlo en cuenta, que se haya alejado de él toda esperanza, que pertenezca por derecho propio a la raza de los aulladores y de los malditos. Son momentos lóbregos que dominan su alma y que lo hacen pensar en suprimirse de un pistoletazo. Si la idea del suicidio le atraía en los tiempos soleados en que la fortuna lo elegía, en que se acostumbró a vivir en las cumbres, ahora se le hace más seductora, pues siente que ya nada significa para el mundo, razón, que al contrario, lo debería llenar de alegría y beatitud, pues lo paradójicamente importante es haber muerto en la apariencia, hacer sucumbir al yo, ordenar la vida en una centralidad ascendente, someter los bajos apetitos, dominar el sentido propio de la jefatura, afirmar la verdad rotunda del servicio, vivir con decisión heroica la vida ordinaria, vivir con desdén de sí mismo y de los otros, y escribir lo que le dicte el ángel de la guarda exorcizando al Diablo. Más nada de ello es suficiente para Robinsón.
En su desventura está consciente que sólo para los romanos, los japoneses y en cierta medida los aztecas la muerte sacrificial, en que uno determina autosuprimirse, podía elevarse sobre las insuficiencias del egoísmo y de la angustia. Huir hacia adelante no es razón suficiente para el suicidio, éste requiere de un clima de autodominio y paz interior, lo más opuesto a los tormentos y fatigas del habitante de la isla.
Ha estudiado el sepukku o muerte ritual de los samurais. El suicidio heroico entre los romanos que exalta el estoicismo. La entrega al Sol por parte de los guerreros aztecas, fanáticos de la sangre vertida por su corazón como la suprema ofrenda. Pensó en que si bien en su familia no había antecedentes conocidos de suicidas, lo que no negaría la posible existencia de los mismos, se había cumplido con actos suicidas o de martirio —según se quira ver—bendecidos por la gracia y redimidos de su destrucción.
En Jalisco su familia, por parte de su padre, había tomado el rumbo de la Cristiada, y un tío hermano suyo, que por su porte había sido alférez en el Ejército Federal, pasó a formar parte de la bendita cruzada de los locos sagrados (Cristiada). Nunca se supo más de él, su vida se esfumó entre la bruma de quien no se preocupa por dejar huellas. Murió misteriosamente, quizá como alférez de los Cristeros, llevando el estandarte del combate, batido por las balas de los soldados. Buscó la muerte, pero ésta se lo llevó con piedad y lo recogió, guardando su alma en un balcón del cielo. No sucumbió a la desesperación, la venció con el signo de la cruz, dejándose ver sobre zonas estratégicas o tomando ron en los lugares próximos a su desembarco. Juega con la muerte y la ruleta rusa del desenfreno de su voluntad. Si bien ya ha salido de su fortín y ha dejado de esperar que las ninfas entraran por la ventana y salvarlo, mirando con atención al mar y revisándolo con su catalejo, lo cierto es que se pronto se abandona al tremendismo, a la falta de ilusión, incapaz de tomar el mundo por montera, como suele decir Fernando Sánchez Dragó.
Robinsón, que ha estudiado el tema del suicidio en la literatura, lo ha hecho de manera más acuciosa en el pensamiento tradicional. La Tradición afirma que el suicidio es un acto inútil y superfluo, una traición, una entrega de la ciudadela, y que sólo destruye la manifestación que sostiene al ser, pero el ser permanece, sin que el suicida pueda negarlo o herirlo. Lo cierto es que constituye el supremo acto de negación, y no alivia al yo de su tortura, ya que ésta lo asalta sobre sí, aun cuando su cuerpo corrupto sea abandonado a la tierra y el olvido. Sin embargo, al suicidio —al constituir un pecado gravísimo— se le da otra expresión ontológica que no pierda su esencia, al perder la existencia (en la tradición romana y samurai), en que se hace como una consumación de la ataraxia, de la indiferencia suprema de los dioses, del autominio, la contención y la serenidad. Virtudes que están muy lejos de Robinsón.
Se dice Robinsón que entre los suicidios que admira en la literatura mexicana, ya que tuvo que ojear varios libros que piensa revisar con dedicación, los libros mexicanos entre sus ex libris en su biblioteca náutica, está el de Jaime Torres Bodet, por su virtud estoica y eutanásica. Que no deja de interesarle el de María Antonieta Rivas Mercado, por su afán de santidad febril-escultórica, que la hace profanar la catedral de Notre Dame. Se dice que Manuel Acuña, quizá, se suicidó por haber escrito “Rosario” con un olor a almendras. Mas estima que la tradición literaria del suicidio en México requiere de una aportación que resalte lo que la poeta Concha Urquiza también realizó en la mar.
Piensa que Urquiza es semajante a Storni, a Woolf, en cuanto un trío de mujeres que se pierde en la mar, que se abandona a Poseidón. Concha Urquiza es la representación del suicidio místico y desengañado de la muerte del alma que se da en las pasiones y en las creencias, en los ejercicios anómalos, en la práctica de la vía de la mano izquierda. Recuerda que su hija Adriana, en compañía de sus hermanas María Fernanda y Constanza, le comentó —si elegía esa forma de autosupresión las imitaría—, cuando les contó cómo lo había hechizado el mar bravío en Casitas, Veracruz, al punto de pensar en dejarse ir, o nadar hasta un punto en que le fuere ya imposible (por el cansancia) el regreso. Por lo cual le fue vedado, por considerarse una metodología femeina del suicidio, ya empleada por tres escritoras, la idea de perderse en el mar.
Robinsón estima que hay que pensar en otras muertes ejemplares y próximas a su corazón, como la de Pierre Drieu de la Rochelle, en quien ha encontrado un alma gemela, la misma por la que le hizo ya hace tiempo una señal de altera su entrañable amigo, el escritor Francisco Castañeda Iturbide, dado su conocimiento de que su lectura en condiciones de tristeza es sumamente peligrosa para el náufrago, viajando de Piriguao (según supo después) a golpe de remo con presteza mística y entonando himnos en el mar, partiendo desde el puerto en que había marcado su vida de manera imborrable como el pasajero dos equis. Drieu representa el amor occidental y apasionado por la muerte. Se trata de una relación atormentada que requiere de un desmantelamiento refinado y sistemático de las razones para vivir, principando por el amor, como lo demuestra en gran parte de sus libros, y en el testimonio de su suicidio, antes de que las hordas de la Resistencia y los aliados masca-chicle se apresuraran a llevar a la ignominia de la muerte impuesta por los vencedores.
Más de su propia Córdoba, en que estudió en el kínder Defensores de Córdoba, emerge la sombra de Jorge Cuesta, del alquimista de la literatura mexicana, el único que ha sacrificado en el atanor de la transmutación su existencia, para que de ahí surja la fuente de la juventud y las letras áureas que escribió con su demencia ya abrazada a la inteligencia inextinguible, al fuego de la purificación que se transforma en luz.
Se dijo que en sus relatos sobre Córdoba, donde se cuenta la historia fantástica o genuina de esta Villa formada por los Treinta Caballeros, antes de que él emigrara para siempre de la civilización gangrenada, había trazado el retrato de un encuentro de muertos egregios que van del Casino Español al río Mata Larga, quedándose a conversar entre las cruces caídas, los ataúdes de amdera, la hierba crecida en el cementerio que está camino a Mata Larga saliendo de Fortín.
Jorge Cuesta es el emblema del suicida que desafía el sentido que la Tradición le da, como una supresión de la manifestación que no logra alterar al ser. Su suicidio tuvo la osadía metafísica y químicamente exacta, de pretender una transmutación del plomo en oro; por ello lo acompañan ciertos rasgos de autonegación, que sólo se explican a la luz de la alquimia y no sólo de la leyenda como ha afirmado con su sesudez característica José Emilio Pacheco (al que alguna vez trató tomando tarros de cerveza oscura en el Sep’s de Tamaulipas). Cuesta es un suicida que rebasa el estoicismo de Torres Bodet al plantearse su autosupresión como un acto simbólico, y aparentemente orillado por las sustancias con las que experimentaba y que solía inyectarse. Hay un arte del suplicio, que es paralelo a la exigencia de perfección de su escritura. Hay también una manera cordobesa de ver el mundo, un sentimiento trágico de la vida, que ha caracterizado la metafísica cordobesa, muy sazonada por su tesmole con clanepa-quelite.
Robinsón, que ha sido un enamorado de la muerte, un novio de la muerte como la Legión Española, sabe en esas tardes de desencanto que la decisión de su supresión debe venir de Lo Alto, hasta que su misión esté cumplida. No se sabe bien cuál sea ésta, y si sólo es una treta para que siga combatiendo a los caníbales y a las amazonas negras, mucho más diestras y arrojadas con sus muslos de ébano y su popó redondo. Eleva sus plegarias para resistir hasta que sea el momento de su marcha, para no precipitar lo inevitable apareciendo en la nota roja. Sabe que su acto sería fallido, que Jorge Cuesta demuestra que el alquimista (aún él) debe someterse a las leyes del cosmos. Está lejos de la serenidad que lo haría una obra de arte como el seppuku de Yukio MIshima, o la espada corta romana clavada en su abdomen por un centurión.
Sabe que en ocasiones, cuando todavía se encontraba en su casa de San Angel, le había hablado de Portugal su editor de la Apología Da Barbárie, el caballero y talentoso Julio Prata Sequeira temiendo que Robinsón tomara las de Villadiego con un tiro. De Chile su amgio el ensayista y arquitecto José Agustín Vásquez, subdirector de la revista Ciudad de los Césares (donde se dice que Robinsón ha colaborado con asiduidad), se había comunicado para saber si éste no se había sacrificado por propia mano a sus melancolías. Robinsón vive.