Homenaje a Yukio Mishima en conmemoración del 53 aniversario de su muerte.
Yukio Mishima (14 de enero de 1925, Tokio-25 de noviembre de 1970, Tokio), descendiente de una familia de estirpe samurái del periodo Tokugawa, trazó los ideogramas del espíritu con la tinta oscura de su sangre, la cual también tiñó el desasosiego que se cierne en la penumbra nocturna, pero que, en sus momentos más sombríos, preludia los destellos de un glorioso amanecer; asimismo, poseedor de una maestría excepcional, esgrimió el lenguaje con la destreza y precisión con la que empuñaba su katana del siglo XVII: arma perfecta cuya hoja acerada hizo refulgir bajo los rayos del sol o ante los destellos de la luna, pero también en las frases impecables que destellan en su obra luminosa y viril. Mishima, un hombre auténtico entre el filo del acero y el misticismo, mostró una coherencia absoluta en sus actos como en su obra escrita, en la que asumió, hasta sus últimas consecuencias, una concepción estética de la vida, una ética del honor con sentido épico y un culto a la muerte heroica. Su búsqueda formal la resolvió buscando en el fuego purificador de la acción una existencia con tintes de heroísmo, haciendo el hallazgo de su propia identidad en actos límpidos de los que surgió la epifanía de la belleza.
Este hombre ejerció su arte desde la adolescencia, haciéndolo con el aplomo de un autor maduro que ha conseguido forjarse un estilo después de escribir y desechar cientos de páginas; su precoz maestría le hace recibir el elogio unánime de los críticos y de su descubridor, el célebre novelista Yasunari Kawabata, quien expresó que “un genio como él solo aparece en la humanidad cada trescientos o cuatrocientos años”. Mishima asumió el reto de domeñar el espíritu para transformarlo en la espada templada de la superación y la exigencia, a la vez que ensayó —en el esquema relampagueante de su literatura— la recreación de su propia muerte como el trazo repetido del pincel que esboza, finalmente, un círculo perfecto, el cual rezuma la tinta carmesí de su sangre, refulgiendo ante los rayos del sol que bañan la hoja de papel.
En Mishima, más que de una obra autobiográfica, se puede hablar de una vida estética; en este sentido la hermosa frase que profiriera alguna vez el escritor japonés cobra un cabal sentido: “Quiero hacer de mi vida una poesía”. Por inaceptable que parezca ante los ojos del Occidente gangrenado, ávido de un confort mezquino brindado por el culto al dinero que se traduce en el temor al auto sacrificio y a la estética heroica de Mishima -a la que solo se puede acceder mediante las flechas del dolor para alcanzar la verdadera dimensión de la belleza- el seppuku que protagoniza el 25 de noviembre de 1970, y a la luz del cual su escritura y su vida conforman una unidad inquebrantable, constituye una continuación de la filosofía tradicional del samurái; es decir, del héroe que se regocija en el sacrificio ritual con la certeza de que sus actos y su muerte resonarán en los cantos de futuros aedos, asegurando la continuidad de una epopeya indestructible.
Los 99 títulos que conforman su copiosa bibliografía lo acreditan como uno de los grandes maestros de la literatura universal; sin embargo, él quería que se le recordara más como un guerrero, como un poeta o como un santo, prueba de ello son las polémicas fotografías donde se erige como un modelo estético que emula -en una tricotomía- a las figuras del samurái que, de forma serena, sostiene su espada con la guardia en alto (Sven Simon, 1970); de un hombre poético y sensible que sujeta una rosa entre los labios (Eikoh Hosoe, 1963) y de un santo herido y agonizante que, atado de las muñecas con un grueso cordaje, recrea la pintura de Guido Reni en la que se muestra el martirio de San Sebastián; en esta última imagen la colocación estratégica de las flechas en el vientre del escritor -excepto una que se inserta en su axila- describe, de un lado a otro, el trayecto del corte límpido que seguirá la espada en la que, a la postre, será su propia inventración de carácter simbólico (Kishin Shinoyama, 1968). El heroísmo de Mishima no solo consistió en su muerte, sino en vivir en carne propia los valores que predicaba a la manera de los guerreros ancestrales, de los santos cristianos y de los poetas de armas y letras, que enaltecían la práctica de la espada y el pincel.
Mishima concibió, por lo menos, cuatro obras señeras: Confesiones de una máscara (1949), El estruendo de las olas (1954), El Pabellón de oro (1956) y El marinero que perdió la gracia del mar (1963), las cuales se suman a El mar de la fertilidad, su extraordinaria tetralogía que compuso a partir de 1969 y que está conformada por Nieve en primavera, Caballos desbocados, El templo de la aurora y La corrupción del ángel; sobra decir que algunas de sus obras teatrales como La Marquesa de Sade (1965) y Mi amigo Hitler (1968) siguen asustando a los sepulcros blanqueados y a las buenas conciencias. A propósito de esta última su autor la describió como “Un himno maligno cantado al peligroso Hitler por el peligroso pensador Mishima”.
En su libro Lecciones espirituales para los jóvenes samuráis (Hagakure Nyumon), que compendia escritos que van de 1968 a 1970, y donde el autor le hará atisbos a su muerte heroica, es un recopilatorio de cinco textos esenciales que contemplan ensayos, reflexiones y artículos que Mishima escribió durante los tres últimos años de su vida y donde expone la frustración que siente porque Japón se encuentra postrado a los pies de Occidente, el cual lo ha contagiado de su virus deletéreo y mortífero, de su comportamiento acomodaticio y burgués, y de su capitalismo sin alma; ahí también hace un repaso de los últimos 25 años de su vida y expone las razones que lo llevaron a formar su ejército personal: el Tate no kai. Asimismo, reivindica en sus páginas al heroísmo de los samurái, guerreros míticos sin los cuales no podía concebir, de ninguna forma, a su amado Japón; en él cavila -de igual manera- sobre el arte, la política, la etiqueta, el esfuerzo y la lealtad, a fin de dar pautas de conducta a las nuevas generaciones de japoneses, las cuales también pueden ser extensivas a los jóvenes de todo el planeta, quienes se encuentran inconformes con las condiciones injustas que le ha impuesto una élite depredadora y usurocrática a toda la humanidad.
Mención aparte merece el capítulo “Introducción a la filosofía de la acción”, donde el escriba japonés desarrolla el significado de los actos que para él son más trascendentes cuanto más efímeros resultan, comparando la acción pura con el acto de desenfundar la espada: “te pasas años entrenando, estudiando, mejorando; llegado el combate, analizas la situación y permaneces en silencio mientras examinas al rival y recuerdas todo lo aprendido; al final, en menos de cinco segundos, desenfundas, atacas y matas”. Así son las acciones: efímeras en su duración, pero precedidas de un largo tiempo de preparación y seguidas por otro largo tiempo de repercusiones futuras.
Lecciones espirituales para los jóvenes samuráis es una invitación a vivir una existencia llena de iniciativa y siempre fiel a objetivos establecidos, por lo que constituye una lectura extrema para ahondar en la filosofía samurái, como lo prueban algunas de sus frases más simbólicas extraídas de sus centelleantes páginas:
A pesar de ser un hombre, me parece del todo natural pensar que un cuerpo perfecto contribuya a elevar el espíritu y que, al mismo tiempo, se deba ennoblecer el cuerpo perfeccionando el espíritu.
Confío en que haya algún joven capaz de escribir al menos una obra no contagiada por el veneno ajeno, sino empapada genuinamente en el propio.
La vida es un baile en un cráter de un volcán que en algún momento hará erupción.
Apostar con prudencia no tiene sentido.
La acción no tiene eficacia si no está acompañada por una situación determinada, y cuando tal situación no existe debe crearse.
El nombre real de Mishima fue Kimitake Hiraoka, pero desde 1941, con la publicación de su primer libro, El bosque en flor, un volumen de cuentos, firmó sus obras con su famoso pseudónimo, el cual adoptó de un pueblo llamado así y que se encuentra a las faldas del Fujiyama, volcán de estructura cónica y de cima coronada por un glaciar perpetuo, que también nos hace evocar a nuestro majestuoso Popocatépetl, montaña que se ubica entre los límites de los estados de Morelos, Puebla y México; en esta última entidad también se localiza el Cerro de Los Ídolos o Texcaltepec, lugar donde se erige majestuoso el templo monolítico de Malinalco o Cuauhtinchan, en el que eran iniciados los guerreros águilas y jaguares, a quienes podríamos considerar como los samurái aztecas.
A los pies del monte Fiji, lleno de belleza y misticismo, se llevarían a cabo, en más de una ocasión, los entrenamientos del Tate no kai (Sociedad del escudo), conformado por cien jóvenes dispuestos a servir de escudo humano al Emperador, y que el propio Mishima definió como… “un ejército en situación de espera: Imposible saber cuándo llegará nuestro momento. Tal vez nunca, quizá mañana. Mientras tanto permaneceremos en posición de firmes (…) Es verdad que somos un ejército desarmado y el más pequeño del mundo, pero no es menos cierto que somos el ejército más disciplinado y el más grande por su espíritu. ¡Tenno heikai banzai! (¡Larga vida al Emperador!)”. Para integrar esta milicia el escritor se inspiró en la “Liga del Viento Divino”, un grupo samurái que atacó el cuartel de la ciudad de Kamamoto en 1876 y que se sublevó contra el decreto gubernamental que prohibía a los samurái el uso de la katana, ya que este hecho implicaba prácticamente su desaparición. Este memorable episodio, relatado por Tsunanori Yamao, se encuentra transcrito -de manera íntegra- en la novela Caballos desbocados de 1969, segundo volumen de la tetralogía El mar de la fertilidad; los otros títulos, como ya he mencionado en este escrito, son Nieve en primavera, El templo de la aurora y La corrupción del ángel, éste último, de publicación póstuma, Mishima se lo entregó a su editor, en propia mano, el mismo día en que llevó a cabo su seppuku ritual.
Yukio Mishima fue campeón de Kendo, cinta negra en Karate Do, paracaidista, piloto de aviones caza y vio en el peligro de desarrollar estas actividades la manera de ejercitar la voluntad para fortalecer el cuerpo y elevar el espíritu. En su relato Patriotismo (1966), el teniente Takeyama, miembro de un grupo de oficiales rebeldes, es indultado por su condición de recién casado. Esa misma noche, al volver a casa, le comunica a su esposa su decisión de quitarse la vida por lealtad a sus camaradas; ella le responde que lo acompañará en ese viaje sin retorno; después de amarse por última vez inician la ceremonia de la autoinmolación. Ella, ataviada con un kimono blanco, y él, vistiendo el uniforme militar. Esta narración fue filmada, llevada al teatro, dirigida e interpretada por el propio escritor. En la mañana del 25 de noviembre de 1970, Mishima y cuatro miembros del Tate no kai, seleccionados desde meses antes, aprovecharon la invitación que les hizo el General Kanetoshi Mashita, Comandante en Jefe del Ejército japonés, para irrumpir en su oficina del cuartel de Ichikaya, en el centro de Tokio, a fin de maniatarlo para que el escritor pudiera, desde el balcón principal del cuartel, pronunciar una arenga a los soldados que se encontraban congregados en el patio de las instalaciones.
Su discurso no duró más de cinco minutos, ya que los gritos de protesta y los insultos hacían inaudibles sus palabras, lo cual no revestía importancia para Mishima porque su objetivo principal, que ya tenía previsto, era llevar a cabo su seppuku, cuyo propósito era restaurar la divinidad del emperador y manifestar su indignación porque Japón había abandonado sus valores tradicionales desde el fin de la Segunda Guerra Mundial a cambio de un estilo de vida cimentado en el mercantilismo y el consumo, donde solo cuentan el éxito económico y el bienestar que se puede comprar con el dinero. De esta forma lo expresó en el discurso que los soldados ignoraron y al que no quisieron prestar oídos: “Hemos visto a Japón emborracharse de prosperidad y caer en un vacío espiritual… hemos tenido que contemplar a los japoneses profanando su historia y sus tradiciones… el auténtico Japón es el verdadero espíritu del samurái… cuando ustedes despierten, Japón despertará con ustedes… Tras meditarlo serenamente a lo largo de cuatro años, he decidido sacrificarme por las antiguas y hermosas tradiciones de Japón, las cuales desaparecen velozmente, día a día, (…) Salvemos al Japón que amamos.”
La elegancia formal de la obra de Mishima se une en sus páginas a una desgarradora lucidez y a un sentimiento de rebeldía ante el ocaso de lo noble y lo bello, convicción forjada en el fulgor de la palabra esgrimida en el combate, en un patriotismo estético y en el vacío que deja en el aire el silbido de la espada, por eso el escritor japonés se expresa de la siguiente forma de quien la sociedad mercantilista considera como un hombre de acción, “¿Cómo es posible denominar ‘hombre de acción’ a quien por su trabajo de presidente en una empresa hace ciento veinte llamadas telefónicas diarias para adelantarse a la competencia? ¿Y es tal vez un hombre de acción el que recibe elogios porque aumenta las ganancias de su sociedad viajando a países subdesarrollados y estafando a sus habitantes? Por lo general, son estos vulgares despojos sociales los que reciben el apelativo de hombres de acción en nuestro tiempo. Revueltos entre esta basura, estamos obligados a asistir a la decadencia y muerte del antiguo modelo de héroe, que ya exhala un miserable hedor”
(Lecciones espirituales para los jóvenes samuráis).