Juan Ignacio Padilla sobre la identidad nacional mexicana
Por Juan Ignacio Padilla, antiguo Jefe de la Unión Nacional Sinarquista
¿Existe realmente la unidad nacional de los mexicanos? ¿Todos los que hemos nacido en México constituimos una comunidad homogénea con unidad espiritual? Por desagracia, la respuesta es no, un no rotundo que brota de todos nuestros errores, de nuestras abismales contradicciones, de nuestras mutuas incomprensiones, de nuestras interminables luchas internas, de nuestras dolorosas tragedias, vividas a lo largo de nuestra existencia como país independiente. La nacionalidad mexicana apenas engendrada por el abrazo indohispánico, apenas quizá nacida en un parto dificultado por el choque de dos sangres, de dos lenguas, de dos culturas, de dos religiones, de dos concepciones de la vida excluyentes, incompatibles o simplemente distintas, no pudo desarrollarse ni alcanzar plenitud de ser, porque antes —prematuramente, hay que gritarlo a los obcecados— la levadura fue separada de la masa, y esta, lejos de madurar, entro en franca descomposición. Como no hemos de lamentar muy de veras nosotros, los mexicanos, no los hispanófilos a ultranza, el que precipitaran nuestra independencia los Estados Unidos y la masonería, ¡si fue la independencia —hecha en tal tiempo— la frustradora de nuestra unidad nacional! Y como no vamos a estar hondamente, y en justicia, resentidos con la política norteamericana; y como no vamos a odiar con todo nuestro odio a la masonería, si por insidia de una y por la perfidia de la otra, México no ha logrado esa Unidad Nacional que, al parecer vanamente, nos esforzamos por forjar hace mas de un siglo; si por culpa de entrambas, México tiene que sufrir todavía las consecuencias amargas de su desgraciada inmadurez. Ya hemos palpado, así sea someramente, el abandono y el menosprecio en que yacen postradas nuestras tribus indígenas; la marcada estratificación de nuestras clases sociales; la distancia infinita que separa a nuestros pobres de nuestros grandes ricos y a nuestras masas oprimidas de nuestros politicos deshumanizados; la incultura pasmosa de nuestro gran pueblo frente a una minoría de intelectuales infatuados y egoístas; nuestra indolencia heredada; nuestra inconsistencia ideología y su cauda, el malinchismo frente a constumbres, doctrinas y hombres de otras latitudes (prueba irrefutable de nuestra inconfesada carencia de nacionalidad; la ausencia de una tradición genuinamente mexicana aceptada por todos y por todos venerada; la extraordinaria facilidad con que la idiosincrasia, el estilo de vida y la moral de los norteamericanos van imponiéndose aun en la ciudades mas españolas de México; la falta de una mística nacional con perfiles definidos, fuera del ámbito sinarquista; la inconsistencia política de nuestras multitudes, que han ido en pos de cualquier bellaco, así sea un traidor o un enemigo de Dios; la terrible dificultad que existe para ponernos de acuerdo los mexicanos, y los mismos católicos, cuando las angustias de la Patria han clamado por una acción conjunta; el inexorable distanciamiento, las funestas divergencias y el estúpido celo que se interponen entre los jefes de tendencias paralelas y aun entre los jefes de un mismo movimiento... Todas estas verdades nuestras, no por amargas menos reales, nos traen a la inexorable afirmación: no existe todavía unidad nacional entre nosotros. El Sinarquismo se ha echado a cuestas la ingente tarea de forjarla —ella sí— en un esfuerzo de siglos.