
No se compaginan en todos los casos ciertas teorías, como las formuladas por Frobenius y por Spengler, los cuales han supuesto una estrecha relación entre las formas de una civilización y una especie de «alma» vinculada al ambiente natural, al «paisaje» y a la población originaria. Si ello fuese así, en Estados Unidos una parte esencial habría tenido que tenerla el elemento indígena, constituido los amerindios, es decir los pieles rojas. Los pieles rojas eran razas que presentaban una fiereza con su estilo, con una dignidad, una sensibilidad y una religiosidad propia; no erradamente un escritor tradicionalista, F. Schuon, ha hablado de la presencia en su ser de algo de carácter «aquilino y solar». Y nosotros no tememos en afirmar que, si hubiese sido su espíritu el que hubiese impregnado en forma sensible en sus mejores aspectos y en un plano adecuado, la inmensa materia del «crisol norteamericano», el nivel de dicha civilización posiblemente sería más alto.
En vez, prescindiendo del componente puritano-protestante (el cual, a su vez, en razón de su valorización fetichista del Antiguo Testamento, expresa no pocas tendencias judaizantes), parece que justamente el elemento negro, en su primitivismo, haya sido el que dio el tono a los aspectos relevantes de la psiquis norteamericana.
Un literato con pretensiones intelectuales, Salvatore Quasimodo, repudiando las ideas «racistas» expuestas aqui, nos ha acusado entre otras cosas, de contradicción porque, mientras estamos en contra de los negros, tributamos un reconocimiento a los amerindios. Él no sospecha que un «sano racismo» no tiene que ver con el prejuicio de la «piel blanca»; se trata esencialmente de una jerarquía de valores, en base a la cual decimos «no» a los negros, a todo lo que es negro y a las contaminaciones negras (las razas negras en tal jerarquía se encuentran apenas por encima de los primitivos de Australia, de acuerdo a una conocida morfología corresponden principalmente al tipo de las razas «nocturnas» y «telúricas», en oposición a las «diurnas»), mientras que hubiéramos estado sin más dispuestos a admitir una superioridad respecto de los «blancos» de los estratos superiores hindúes, chinos, japoneses y de algunas estirpes árabes a pesar de la piel no blanca de los mismos, dado aquello a lo cual estaba ya reducida la raza blanca en la época de la expansión mercantilista-colonial.
El arco y la clava, 1968.
Tribus de pieles rojas las cuales, rechazando la civilización moderna como alienante, antihumana y contraria a la naturaleza, permanezcan fieles a la propia tradición y a la propia sangre, al patrimonio ritual heredado de los ancestros y defienden tenaz como silenciosamente un cosmos para ellos todavía viviente y vibrante de fuerzas y potencias, son y permanecen en cambio como «raza» verdadera.