Fuera de los delincuentes y conocedores comunes, siempre me he preguntado qué lleva a tantas mujeres rebeldes y dandis decadentes a interesarse en un proyecto liderado por un rufián envuelto en camuflaje, rasgueando una guitarra y canturreando sobre las decepciones e injusticias de la vida. Tan sólo faltaría una fogata y la cabeza de un ciervo colgada en la pared para completar una perfecta imagen de soledad y misantropía. El proyecto en cuestión es Death In June, encabezado por el singularmente taciturno Douglas Pearce, quien junto a una siempre cambiante compañía de artistas de folk apocalíptico ha amasado una portentosa obra desde 1981.
Con una discografía que suena a los quehaceres de un asesino serial («Burial», «The Wall of Sacrifice», «All Pigs Must Die»), muchas bellas criaturas han seguido a este flautista de Hamelin hasta su oscuro bosque de perdición. Pero, irónicamente, no ha sido él quien los ha llevado hasta allí, sino quienes lo han seguido por puro fatalismo y desesperación, ya que el anhelo de su corazón no es para damas o mariquitas, sino para brutos y sanguinarios, tal como él. Esto explicaría la felicidad que mostró cuando nos vimos por vez primera, en un concierto de Death In June en Manhattan, en 1997. Vestido como un agente encubierto de la KGB, con pantalones y un chaquetón negro, pensé que algo de mi banal apariencia le causaba gracia, en medio de tantos góticos cursis y amanerados, así que le pregunté la razón de su alegría. Riendo, me confesó su sorpresa y alivio, al ver que el director de Propaganda no intentaba parecerse a Robert Smith. En cuanto a su júbilo, eso era demasiado obvio y no requería aclaración.
Durante el tiempo que tratamos, aprendí a reconciliar la afable y amistosa personalidad de Douglas con las oscuras corrientes que inspiraban su creatividad, las mismas que, contraintuitivamente, seducían a los marginales más sensibles y vulnerables de nuestra sociedad. Jamás podré olvidar una peculiar noche de 1989 en el Helter Skelter de Los Ángeles, en que el DJ tocó «Heaven Street», una brutal canción del primer álbum de Death In June. El resultado fue una danza macabra que rivalizaba con los ensueños más mórbidos de Saint-Saens. Figuras frenéticas se balanceaban en salvaje abandono a través de la penumbra, mientras yo observaba en una absorta fascinación, y cuando llegó el último acorde de este fúnebre canto, exhaustos y agotados, se deslizaron de vuelta a los agujeros de donde emergieron. Pocas veces he atestiguado una renuncia tan absoluta a la conciencia y al yo, y por poco no fui arrastrado a ella. Verdaderamente, no se puede ofrecer mayor tributo ni acusación más grave contra el hombre y el monstruo detrás de la máscara.