La cultura es un campo de batalla y su conquista es una necesidad que precede a la toma del poder, tal afirmación se basa en la revisión que hiciera Antonio Gramsci del materialismo dialéctico, cuando pasó sin que lo hayan advertido sus críticos de su etapa marxista-leninista a la del actualismo del filósofo fascista Giovanni Gentile, autor de la vertiente hegeliana de destra del Estado Totalitario, alma del alma como lo define.
Esta secreta conversión ideológica se da paradójicamente cuando Gramsci está recluido en la Isla de Utica y escribe sus "Cuadernos de la cárcel", donde traspone al marxismo clásico los valores del fascismo revolucionario que habían alcanzado en Italia un desarrollo político propio como predijera Lenin respecto a que Mussolini era el único revolucionario capaz de hacerse con el poder en Italia.
De esta forma el trabajo político del partido comunista y de la dictadura del proletariado pasa a ser desechada por la vanguardia de intelectuales en relación con el pueblo y sus ethos cultural (orientación ética de una cultura).
Alain de Benoist advierte que Gramsci no llega a perfilar la identidad profunda de la mentalidad colectiva, si bien desarrolla temas de interés.
De Gramsci surge la diferencia entre sociedad civil y política; la hegemonía ideológica; la organización del consentimiento; el bloque histórico; la persuasión permanente; y lo que podría ser rescatable del marxismo en cuanto que no es su derivado sino su réplica: Gramsci es así un marxista filofascista, afirmación un tanto escandalosa que se funda en la importancia que da a la superestructura ideológica y que corresponde al actualismo del acto del pensamiento de Gentile o pensamiento pensante, en que la idea determina el mundo y no la realidad social.
Palabra fundante
La importancia de la cultura, de sus hábitos, de la mentalidad colectiva, ha definido en una esfera de hegemonía de los nuevos mandarines o intelectuales orgánicos, que han de pasar por las vacunaciones que certifiquen su corrección política que muchas veces deviene en formar parte del aparato de la intelligentsia, no en cuanto creadores de valores, sino en su capacidad de reproducción de los paradigmas sistémicos o principios comunes e implícitos que determinan la apreciación social sobre su importancia.
Por ello se requiere revisar los conceptos fundamentales de Carl Schmitt en torno a su Teoría del partisano como forma de resistencia y disenso radical sobre los fundamentos de la civilización demoliberal y de su detritus marxista en cuanto que en el mundo del “pluralismo” subyace una tiranía del pensamiento único.
La labor del partisano es de la irregularidad respecto a las fuerzas opuestas abrumadoras y uniformadas; su movilidad táctica en el ataque y en el repliegue dando la lucha en su propio terreno; la intensidad de su compromiso ideológico ante una sociedad escéptica sobre sus propios principios rectores y el sentido de arraigo y apego a la tierra y la sangre, que define el sentido telúrico. El combate del partisano se libra en los espacios en que va despejando a las fuerzas adversarias de su propósito de exterminio y de su guerra total, ante el poder de enemistad declarado como ontología y aniquilamiento, el partisano cultural se desempaña con precisión e inteligencia. Su victoria es la propia lealtad a un orden de valores y su reconocimiento es el librar con sentido heroico una lucha que podrá acarrear el descrédito y la maldición. En tal sentido, su papel es el de una rebeldía indeclinable y una exigencia interna de autenticidad.
Tal desafío es el campo en que vive y muere el partisano sin deponer su postura crítica y su radical inconformismo. Su historia es el enfrentar en el combate de la invisibilidad su propia sombra y erigir sobre el desierto la palabra fundante.