La obra poética de Chesterton se encuentra opacada por su amplia y sólida producción narrativa, muy a pesar de que sus primeros impulsos literarios lo llevaron a incursionar en el campo de la lírica y no en el de la prosa; para analizar las circunstancias que pudieron motivar la génesis de su poesía religiosa se requiere mencionar su conversión al catolicismo en el año de 1922. Diversos críticos aseguran que ya tenía una marcada inclinación por la iglesia católica mucho antes de ser bautizado, prueba de ello son algunos de sus escritos que preceden a que adoptara la fe católica como son Ortodoxia (1908), La Esfera y la Cruz (1910) o las novelas policíacas protagonizadas por el sacerdote Brown (La inocencia del padre Brown, La sabiduría del padre Brown, La incredulidad del padre Brown, El secreto del padre Brown y El escándalo del padre Brown). Dicho proceso no fue sencillo para Chesterton, ya que su mocedad estuvo colmada de intensas dudas religiosas: “El ambiente de mi juventud no era sólo el ateísmo, sino la ortodoxia atea (...) a la edad de doce años yo era un poco pagano, y a los dieciocho era un completo agnóstico, cada vez más hundido en un suicidio espiritual”, comenta el autor en su Autobiografía (1).
Otro acontecimiento trascendente que pudo influir en la espiritualidad de Chesterton fue su matrimonio con una practicante de la iglesia anglicana, Frances Blogg, en 1901, a quien había conocido cinco años antes; movido por la religiosidad de su esposa, el escritor comenzó a frecuentar los oficios litúrgicos y a investigar, paralelamente, las creencias cristianas. Después de entrar en contacto con algunos miembros del clero anglicano el autor declaró: “Comencé a examinar más atentamente la teología cristiana general que muchos detestaban y pocos examinaban. Pronto descubrí que realmente se correspondía con muchas de estas experiencias vitales y que, incluso, sus paradojas se correspondían con las paradojas de la vida” (2).
Reflexionando sobre el tema del paganismo, Chesterton se percata de que el Cristianismo conquistó el corazón de los hombres por medio de la humildad, ya que la soberbia, por el contrario, deforma la perspectiva de las cosas e impide ver el mundo como es. La autosuficiencia y la arrogancia propias del hombre moderno lo conducen a la ignorancia, siendo el gnosticismo una de sus deformaciones más graves al negar —entre otros misterios— el de la Encarnación; todo esto condujo a Chesterton a que abrazara con mayor intensidad la fe católica hasta que fue bautizado en el año de 1922.
El escritor declara que una de las razones más poderosas que le animó a su conversión fue el misticismo, así lo manifiesta en Ortodoxia (“Capítulo II, El Maníaco”): “La gente común siempre ha sido sana, porque el hombre común siempre ha sido un místico (…) El misterio más grande del misticismo consiste en que el hombre puede entender todas las cosas con ayuda de lo que no entiende. El lógico enfermizo intenta aclarar toda la realidad, pero lo que consigue es hacerla misteriosa. El místico, por su parte, deja que algo siga siendo misterioso y todo lo demás resulta lúcido”. En este orden de ideas G. K. Chesterton escribe una crítica a ese “lógico enfermizo” en su poema “La Paradoja”, publicado en la antología de sus poemas religiosos La Reina de las Siete Espadas (3):
Estos pozos que relumbran y parecen poco profundos como albercas,
estas historias que son demasiado llanas a los ojos del necio,
increíblemente claras y claramente increíbles;
verdades que, por su hondura, engañan más que las mentiras. (...)
Los hijos de la razón sin pecado arrojan piedras,
no adivinan lo que arde tras la maltrecha puerta,
en la brillante ironía de la Candelaria,
cien llamas purificarán lo puro. (4)
Chesterton, al recibir el sacramento del bautizo, aceptó conscientemente el misterio de la Encarnación y adoptó un fervor mariano que plasmará ulteriormente en sus más bellas composiciones religiosas. Rastreando los acontecimientos que pudieron contribuir a su devoción por la Virgen María descubrimos que en octubre de 1917 se suscitaron las famosas Apariciones de Nuestra Señora de Fátima, las cuales se dieron a conocer en toda Europa cuando tres jóvenes pastores: Lucía Santos y sus primos Jacinta y Francisco Marto, proclamaron haber visto a la Virgen en la llamada Cova da Iría (“Cueva de Irene”) cerca de Fátima, en Portugal.
En cuanto a las divergencias entre la iglesia protestante y la Católica podemos mencionar que la primera no venera a la figura inmaculada de la Virgen, por lo que, cuando las Escrituras se refieren a los “hermanos de Jesús” o cuando el apóstol Pablo escribe “Santiago, el hermano del Señor”, esto lo interpretan de manera literal, negando, con esto, la virginidad perpetua de María; en contraste, la teología católica le adjudica el título de Theotokós (Madre de Dios), quien mediante el acto de la Encarnación se unió a la segunda Persona de la Trinidad, el Verbo; es decir, al hijo engendrado milagrosamente por ella. Así es como Chesterton recrea la maternidad sagrada de María en las composiciones “La Virgen Negra” y “Cuestión de partido”:
LA VIRGEN NEGRA
(...)
y seguí para encontrar
a Miguel llamado Ángel esculpiendo una Madre de Dios
como quien llena la montaña con un pensamiento:
fundida en oro o plata o vestida de azul,
o de rojo, cuando la vestimenta interna arde,
con la gloria de la hija del Rey:
tu luz inmutable cambia con cada matiz.(5)
CUESTIÓN DE PARTIDO
(...)
Madre del Hombre; Madre del Hacedor
que habla silenciosamente como los árboles en flor,
¿Quién hizo un ariete y un luchador de ella
que habla sin desdén a hombres como éstos? (6)
Otro dogma que no es aceptado por la iglesia protestante es el de la Inmaculada Concepción de María, el cual la Iglesia Católica proclamó como tal en 1854 y que consiste en que Dios liberó a la Virgen del pecado original desde su nacimiento, por lo que tuvo una existencia libre de todo estigma; ella es la famosa Mujer prometida en el proto-evangelio (Gen 3:15), aquella que aplastará la cabeza de la serpiente, es decir, la mujer vestida con el sol descrita en el “Apocalipsis”:
LAS TORRES DEL TIEMPO
(Jamás hay una grieta en la Torre de Marfil
ni un gozne que rechine en la Casa de Oro,
ni un pétalo de rosa que marchite el viento
y ella rejuvenece mientras envejece el mundo.
Una mujer revestida con el sol que vuelve
a arropar al sol cuando el sol se enfría.)
(...)
...los muertos claman por Nuestra Señora
de las Victorias,
Reina de las Espadas, encima de los escudos,
Y el sol se eleva sobre la Legión del Trueno...
Pero ligeros son los pies en las colinas de la mañana
de los corderos que brincan hacia la Novia del Sol,
y ágiles como los pájaros y las mariposas
y repentinos como risas corren los arroyuelos
y súbita y eterna como relámpago del verano
brilla la luz de un mundo nuevo. (7)
Aunado a lo anterior la Virgen María también representa a la Nueva Jerusalén (la Ciudad de Dios); asimismo, es el tabernáculo viviente de la Divinidad y la nueva Eva, y como Jesús es el nuevo Adán, su madre, por consiguiente, fue creada libre de pecado. Las discrepancias sobre la figura de la Virgen entre ambas instituciones religiosas pudieron ser determinantes para que Chesterton, adorador de la imagen mariana, se distanciara cada vez más de la visión protestante y se adhiriera definitivamente a la Iglesia Católica. Así lo confirman los versos que el autor le dedica a la nueva Eva:
EL RETORNO DE EVA
(...)
Y solamente esto, fuera de todas las cosas caídas e informes,
formaré de nuevo,
y esta azucena roja de todo el jardín desarraigado
la plantaré donde creció
para que la querida sustancia amada que fue sólo y exclusivamente mujer
sin mancha ni cicatriz
se levante y no caiga más con Lucifer, Hijo de la Mañana,
La Estrella de la Mañana”. (8)
Otra divergencia importante entre estas dos instituciones eclesiásticas es que los protestantes se distinguen del resto del orbe cristiano por su rechazo al culto a los santos y a sus reliquias. La acepción de la palabra “santo” como sinónimo de “cristiano” es la más corriente entre esa congregación. El protestantismo clásico suele llamar “santos” a los personajes del “Nuevo Testamento”, sin que ello dé lugar a ningún tipo de culto. Por tradición, algunos países protestantes han conservado el patronazgo de los santos a quienes atribuyen haber jugado un papel importante en su evangelización como lo son Santa Brígida en Suecia y San Olaf en Noruega.
En ese ámbito, Chesterton discrepa también del anglicanismo adhiriéndose al culto católico de los santos, hecho que se manifiesta claramente en sus poemas “San Francisco de Asís”, “San Francisco Xavier”, “La balada de Santa Bárbara” y, muy especialmente, en “La Reina de las Siete Espadas”, composición donde los “santos patronos” tienen una importancia capital. En sus poesías marianas y en la descripción que hace de los santos, el poeta se nutre de la épica medieval de tradición anglosajona, valiéndose de una diversidad alegórica y de un impulso metafísico que lo lleva a plasmar en el papel verdaderas iluminaciones místicas.
Su vocación mariana lo conduce a ponderar las virtudes heroicas de la Virgen y de los santos más representativos de la cristiandad que, a su vez, son patronos de las naciones europeas y que fueron, o han sido en algún momento de su historia, defensoras de la fe católica (España, protegida por Santiago; Francia, reivindicada por San Deni; Italia, redimida por San Antonio; Irlanda, tutelada por San Patricio; Gales, resguardada por San David; Escocia, amparada por San Andrés; e Inglaterra, auspiciada por la potestad de San Jorge), lo cual se refleja claramente en los siguientes versos:
Y parecióme, al mirar desde lejos, desde las hendiduras de las marchitas montañas,
que siete tristes caballeros venían cabalgando desde siete puntos del cielo,
y todavía conocí los añejos penachos de quienes cabalgaban en los míticos torneos,
cuando todos los días eran ensueños, en los tunantes días ya idos.
La herrumbre verde y roja había podrido su hierro y su bronce,
el barro verde y gris los había ensuciado de muchas tierras.
Hueca pendía la vaina de la espada; pero en el crepúsculo, ante el altar,
alinearon sus fundas vacías; elevaron sus manos vacías.
Y cada hombre habló, pero en cada uno había más de un hombre hablando;
un sonido de muchas aguas, un tumulto de muchos hombres.
y oí, en mi gravoso sueño, el ruido de las naciones al resquebrajarse
y las tribus que él dispersa y la trompeta que las reúne de nuevo. (9)
La Virgen es considerada en el Catolicismo como la Reina de los Cielos y de toda la creación; su santidad sobrepasa a la de todos los santos y ángeles juntos. Los Padres de la Iglesia hablan también en sus textos de la “dormición” de María, quien después de tres días en ese estado fue elevada a las alturas. Sobre este hecho en particular el escritor describe su carácter de Reina Celestial en su poema “Regina Angelorum”, así como su magnífica Asunción, que es otro dogma rechazado por la iglesia protestante:
Nuestra Dama vino a un país extraño,
Nuestra Dama, porque era nuestra,
Corría por pequeñas colinas detrás de las casas
Y arrancaba pequeñas flores;
Pero se incorporó y se fue a un raro país
Con tronos y extrañas potestades.
(...)
Fueron ceñidos con las alas de la mañana y de la tarde,
Plegadas y desplegadas,
Alrededor del cielo moteado en el que nuestro planetita giratorio
Da vueltas como trompo;
Y la espada que blandían era como infinitos cometas
Que con el mundo acabarían.
Y al moverse ingenua y accidentadamente,
Ella volvió su faz
Que nadie nunca ha mirado sin amarla
Hacia los Señores del Espacio;
Y la aclamamos con su nombre en nuestro propio país
Y que es Llena de Gracia.
Nuestra Dama se fue a un país extraño
Y la coronaron reina
Porque nunca necesitó permanecer o que le preguntaran
Sino sólo que la vieran;
Y sucumbieron ante su inefable belleza
Tal y como lo fuimos nosotros.
Pero siempre que se alejaba a los recónditos y elevados lugares,
Una gran luz brillaba
Desde el trono apuntalado del rey de todo aquel país
Que allí se sentaba;
Y ella lloraba fuerte como si frente a un ahorcado llorara
Porque vio a su hijo.
Nuestra Dama usa una corona en un país extraño,
Corona que Él le dio,
Pero ella no ha olvidado llamar a sus viejos compañeros,
Llamar e implorar;
Y al oír su llamado un hombre puede levantarse y causar estrépito
En las puertas de su tumba. (10)
Por su altísima dignidad de ser la Madre de Dios, María aboga por la humanidad ante Dios, ya que al pie de la Cruz, donde una espada de dolor atravesó su corazón, Jesús le hizo entrega de todos los hombres para que intercede por ellos. Aunado a este pesar, son seis los episodios amargos en la vida de la Virgen, cuyo símbolo es su Corazón traspasado por siete espadas y encima de él una llama de fuego que representa su amor por Cristo y por la humanidad. Nadie ama con mayor devoción a Jesús que su Madre y por eso nadie sufre más por él.
El Primer Dolor lo padeció la Virgen al enterarse de la profecía de Simeón (Lucas 2:33-35), la cual vaticina la Pasión y muerte de Jesús; el Segundo Dolor se presentó durante la huida a Egipto (Mateo 2:13-15), cuando María y José escaparon en la noche de Belén, a fin de salvar a Jesús de la matanza de los primogénitos decretada por Herodes; el Tercer Dolor se manifestó cuando el Niño Jesús se “pierde”, apareciendo tres días después en el Templo de Jerusalén (Lucas 2:41-50), lapso en que María, llena de tribulación, regresó con José a esta ciudad para buscarlo; el Cuarto Dolor se suscitó cuando la Virgen encuentra a Jesús camino al Calvario (IV Estación del Vía Crucis); el Quinto Dolor lo experimenta con la muerte de Cristo durante la crucifixión (Juan 19:17-39); el Sexto Dolor se hace patente cuando María recibe el Cuerpo de su hijo al ser bajado de la Cruz (Marcos 15: 42-46); y el Séptimo se produce cuando el cuerpo de Jesús es colocado en el sepulcro (Juan 19: 38-42).(11)
Recordemos, a propósito de estos Siete Dolores, los magistrales versos de Chesterton que abordan, precisamente, los instantes de mayor sufrimiento experimentados por la Virgen María:
...en el umbral de la muerte, allí estaba Ella.
Las Siete Espadas del Dolor ofrecían sus empuñaduras como desafío,
el estallido de ese ensordecedor silencio sonó como séptuple trompeta,
majestuoso más que de oro, ceñido con la gloria del hierro,
el centro de la rueda de armas; con una verdad más allá de la tortura, ciertamente. (12)
Con relación a los santos y al tópico de las Siete Espadas de Dolor el poeta agrega lo siguiente:
Los Siete juntos
Perdimos nuestras espadas en la batalla; rompimos nuestros corazones en el mundo
desde que salimos ante Tu rostro con el oro del gonfalón desplegado,
desarmados y turbados y dispersos llegan tus paladines
desde tierras en donde los dioses se asientan silenciosos. ¿Estarás muy callada?
Aguardaron y, minuto a minuto, el silencio se ahuecaba con horror
de duda; hasta que una voz lejana, débil de pena y aparte,
“¿No conocéis, acaso, vosotros que buscáis, dónde he escondido todas las cosas?
Esparcidas a lo lejos como la última batalla perdida; vuestras espadas están en mi corazón”.
Parecía que las espadas se precipitaban con el golpe de rayos que caían,
y los extraños caballeros se inclinaron para reunirse y ceñirse de nuevo para la lucha:
todo se oscureció; sonó un clarín; pero con el relámpago enmedio de la oscuridad,
y el sonido metálico de las espadas que caen, me desperté. El sol brillaba.(13)
LAS TORRES DEL TIEMPO
(...)
(La luz brilla en la Torre de David,
la noche relumbra con la estrella de la mañana
en los cielos que regresan y los días que vuelven
ella camina muy cerca de quien de lejos viene
Y, siete veces herido, el corazón de espadas,
nunca, como nuestros corazones, se cansa.) (14)
No podíamos dejar de contemplar la última composición del libro titulada “A San Miguel en tiempo de paz”, en la que el capitán de las milicias celestiales se erige como el gran protagonista; en ella el verso “Michael, Michael: Michael of the Morning” (Miguel, Miguel: Miguel de la Mañana), con sus diversas variantes, actúa como un estribillo que se repite a lo largo del poema, el cual —por la aliteración de las consonantes nasales (m, n) y por su sonoridad— nos remite al célebre poema "The raven" (“El cuervo”, 1845) del escritor norteamericano Edgar Allan Poe, en el que el autor describe la angustia que le provoca la muerte de la amada, al tiempo que es visitado por un cuervo que, tras ser interpelado por él, responde siempre a sus preguntas con la palabra “Nevermore” (“Nunca más”).
Al igual que en la composición del bostoniano, el poema de Chesterton posee un ritmo obsesivo que, en su caso, no resulta inquietante como en el del primero, sino colmado de una reconfortante tranquilidad, ya que con las aliteraciones y la repetición de la palabra “Michael” se genera una musicalidad parecida al aleteo del Arcángel al emprender el vuelo. Por este motivo considero que la manera ideal para concluir este acercamiento a la poesía religiosa de Chesterton es citando un fragmento de este poema-oración, que se asemeja a un mantra, para que San Miguel Arcángel nos ayude –como se lo solicita el poeta– a guardar “la Palabra; el encuentro y la fe”.
A SAN MIGUEL EN TIEMPO DE PAZ
Miguel, Miguel: Miguel de la Mañana,
Miguel del Ejército del Señor,
Endurece tu mano en la espada inmóvil, Miguel,
doblada y cerrada en la espada envainada, Miguel,
bajo la plenitud de las túnicas blancas que caen,
cíñenos con el secreto de la espada.
(...)
Abajo, a través del universo, la vasta noche que cae
(¡Miguel, Miguel: Miguel de la Mañana!)
Muy abajo, el universo, espesa calma clama
(¡Miguel, Miguel: Miguel de la Espada!)
anúncianos que no nos olvidarás en los balnearios del olvido,
en el largo suspiro que nace del frenesí y la irritación
en el grandemente santo silencio sempiterno
cuando en el principio era la Palabra.
(...)
Cúbrenos y por encima de nosotros se deslizarán fríos pensamientos
(¡Miguel, Miguel: Miguel el del grito de guerra!)
envuélvenos y bajo nosotros se apretujará el mundo durmiente
(¡Miguel, Miguel: Miguel el del Embate!)
Guárdanos la Palabra; el encuentro y la fe
al filo de la navaja entre el honor y la hoja sin oxidar,
delgada como el cabello y tensa como la cuerda del arpa
lista para cuando apunte al blanco.
(...)
Miguel, Miguel: Miguel el de la Milicia,
Miguel el de la marcha hacia las montañas del Señor,
guardián del mundo y castigo para la putrefacción y el alborozo
rige el mundo hasta que todo el mundo esté en paz:
sólo dictamina, cuando el mundo se fracture,
que la palabra nunca se romperá.(15)