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Sabía muy bien que debía ocurrir. Ocurrió. Regresé y no lo comprendí enteramente y no me comprendió enteramente. Nos separamos, un poco amargos, obligados a entregarnos a esos parapetos que la amistad ha construido para los tiempos difíciles. “Las cosas no van muy bien entre nosotros, pero somos amigos. El buen tiempo volverá”.
Imagine un hombre que vive al mismo tiempo un gran amor y un gran duelo y que viene a visitar a otro, que se encuentra en una calma totalmente plana y no tiene para representarse los grandes tormentos sino la débil memoria. Es la situación en la que estamos él y yo.
En mi casa, donde la inmovilidad de cada objeto la subraya, esa situación no era tolerable. Salimos y dimos un paseo por las calles. Nuestros pasos eran apenas más creíbles que nuestras frases. Unos y otros giraban perdidos alrededor de un punto en el que hubiésemos querido encontrarnos de pronto, como si no nos hubiésemos vuelto a ver aún. Entonces habría podido decirme de golpe la palabra esencial y habría visto en mi rostro que yo comprendía esa palabra.
Pero nada que hacer. Caminábamos y hablábamos como para no decirnos nada. Y, no obstante si alguien nos hubiese escuchado, habría podido creer que allanábamos el terreno y que intercambiábamos más de un pensamiento útil.
—Se ve que Adolfo es un gran aficionado al cine. Ha visto en las películas de gángsters lo cómodo de las metralletas. Ha armado con ellas a sus patrullas.
—Sí, siempre han tenido sobre nosotros la ventaja inmediata de lo ultra moderno. Ventaja relativa.
—Sí, relativa. Sólo que estoy en lo relativo hasta las narices.
—Y yo, cómodamente en Sirio.
—Bah, a Sirio le llegará una buena paliza un día de éstos.
—Seguro, pero en el intertanto…
Entramos en una exposición de pintura, en la calle de La Boétie. Encantador rincón de la escuela de Fontainebleau. Los franceses, que acaban de construir iglesias, de iluminar manuscritos, de componer vitrales y de producir cien otras maravillas durante cuatro o cinco siglos, se detienen un instante y fingen dudar y buscar su camino en otras culturas, antes de lanzarse a fondo en cuatro nuevos siglos de pintura, escultura, grabado y cuántas cosas más.
Descubren el desnudo. No parecen comprender mucho de sus maestros italianos. Es que no toman de ellos sino trucos, trucos de oficio, muy útiles por otra parte, trucos incluso enormes para la posesión de sus propios medios que lograrán más tarde. Por ejemplo, trucos de compaginación. Pero el espíritu de la pintura italiana, esa majestad, no hay caso, se les escapa a todas luces.
Para mí, no se trata de eso. No se ha tratado nunca, ni se tratará de eso. Tratan familiarmente la belleza de la mujer, como todas las demás grandezas. Esto no quiere decir en lo más mínimo que aquellos que hicieron las catedrales y que harán Versalles ignoren la grandeza. Pero para ellos es necesario que la belleza de la tela sean reconocibles las bellezas particulares y modestas que, fuera del arte, hacen el placer cotidiano de los hombres.
Es por eso que, bajo el nombre de Diana o de Venus, todas esas dulces francesas muestran por primera vez sus encantos íntimos. Iguales en todo a los de hoy.
Miraba a mi compañero, disimuladamente, con cierta molestia. Tenía ganas de irme. Todo aquello que era la causa de su gran amor y de su gran duelo estaba allí y le pertenecía sólo a él.
Allí estaban las mujeres de nuestro pueblo y, encarnada en esas mujeres, la belleza tal como nuestro pueblo la ha entendido, amado, servido apasionadamente. Y en el corazón de esa belleza, sutilmente, las razones más austeras de nuestra forma espiritual.
Se giró hacia mí y por fin, en un momento de súbita e imprevista emoción, pudimos reconocernos un segundo. Me dejó ver en sus ojos el encuentro entre esas formas delicadas que defendía y de esas sombras negras que pocos días antes, en la Sarre, querían saltar a través de él hacia ellas, empuñando las metralletas.
“Feralis exercitus”, dice Tácito, refiriéndose a los germanos de hace dos mil años, ejército fúnebre.
—Tienes metralletas y van vestidos de negro—me había contado.
Al salir, me habló de lo que sería la paz y nuevamente no lo comprendí. Tendré que comprenderlo.