Cuando iba al instituto —naturalmente en tiempos de guerra—, algunos de los estudiantes más osados, pertenecientes a las línea militarista, nos atacaron a mí y a algunos de mis compañeros durante un debate, sin pronunciar nuestros nombres, afirmando que en ese período de crisis en el que Japón corría el riesgo de quedar aniquilado era vergonzoso que en nuestro instituto existieran algunos literatos afeminados de tez pálida. Sus palabras me parecieron sumamente necias y decidí, aún con mayor determinación, dedicar mi vida a la literatura. Jamás habría podido imaginar que veinte años después yo mismo denunciaría el afeminamiento de los jóvenes literatos.
Desde luego no deseo imitar a aquellos que se escudaban tras el poder y la guerra para censurar a los jóvenes dedicados a la literatura. Simplemente, en esta época donde la flaqueza de espíritu de los escritores se ha difundido por todo Japón, experimento el urgente deseo de mostrar qué astuta es la estructura psíquica del intelectual. La literatura es la profesión ideal para quien desee refugiarse en una zona segura, como un cangrejo se oculta en su hoyo. Porque, en efecto, la literatura se basa en la premisa de que su mundo no tiene relación alguna con la realidad, de modo que puede escapar a todo criterio de valoración. Los verdaderos intelectuales son aquellos que no tienen otros intereses o compromisos fuera de la literatura, y que tienen como ideal de vida una inmortalidad y una disolución admisibles sólo en una obra literaria.
Advierto constantemente sobre el peligro de que la literatura termine con la moral. Varias veces he analizado las trampas en las que caen inconscientemente aquellos que tratan de encontrar una ética y un objetivo de vida en la literatura. Por tanto, sé perfectamente cuán peligrosa puede resultar la fascinación que ejerce sobre los jóvenes.
De hecho, quien busca un objetivo de vida en la literatura en cierto modo se siente insatisfecho con la existencia real. Pero en lugar de luchar concretamente contra su insatisfacción dentro del ámbito de la realidad anhela un mundo diferente, con la esperanza de poder resolver en él sus problemas, e intenta descubrir en la literatura un objetivo de vida o una moral. Pero inevitablemente la literatura satisface tales requerimientos es de segunda categoría, aunque cabe aclarar que por fortuna los jóvenes que reciben su influencia sólo sufren leves daños. No deseo citar ningún nombre de escritor en particular, pero no hay duda de que semejante literatura ha existido y ha sido utilizada en todas las épocas. Ella incita al hombre a vivir una espiritualidad más elevada y está hecha con gran habilidad para ilusionar al ser humano dándole la impresión de elevarlo, aunque sea un poco, del nivel de la moral común, y de dar luz a su vida, aunque se trate de una luz muy débil. Pero los novelistas que se dedican a esta literatura actúan con astucia. Consuelan a los jóvenes desilusionados por el amor e infunden nueva energía a aquellos que han fallado para convencerles de que pueden volver a intentarlo. A quien está perdidamente enamorado y en el umbral de la desesperación le dicen: «Así es el amujer», y lo conducen a una visión del amor levemente más trascendental. A quien se encuentra atormentado por la pobreza le enseñan que no es sólo el dinero lo que tiene importancia en el mundo, que también existen los valores del espíritu. Quien se considera débil, ya sea física o espiritualmente, recibe como consuelo la afirmación de que cuanto más débil se es más se acerca uno a la verdad. Se trata de enseñanzas a veces amables y otras veces severas, semejantes a la mano de una madre o de un maestro, y no pocas personas han despertado a la vida frecuentando una literatura similar. Además, tal literatura está provista por lo general de un espíritu humorístico y de cierto encanto vulgar, que se mezclan hábilmente, de modo que atrae la atención: una enseñanza que ni la escuela ni los padres saben dar. El nivel más bajo de esta literatura está representado por la mayoría de los cuentos infantiles. Las niñas comienzan a leerlos en los primeros años de colegio y se acostumbran a imaginar que sus vagos sueños se cristalizarán en amores puros que deberán enfrentar luego las vicisitudes de la existencia.
La verdadera literatura es completamente diferente. Y deseo advertir a los jóvenes intelectuales sobre el peligro que encierra. La literatura auténtica nos muestra con dureza y sin el menor eufemismo el horrible destino que pesa sobre el ser humano. Pero no lo hace mediante el recurso de provocar un estremecimiento de temor como en la «casa de los espíritus» de los jardines de infancia. La literatura no utiliza trucos similares, sino maravillosas frases y descripciones encantadoras, que arrebatan el espíritu, por medio de las cuales nos revela que la vida humana no tiene significado alguno y que en el hombre se oculta una maldad que jamás será perdonada. Cuanto más alta es la calidad de la literatura, tanto mayor es la intensidad con que nos transmite la idea de que el ser humano está condenado. Quien hace de ella el objetivo de su vida no se ve impulsado hacia el reino de la religión, que ocupa sin duda una posición discretamente más elevado, sino que termina por darse cuenta de que ha ido a parar al borde del más terrible precipicio y que ha sido abandonado allí. Quien se dedica a leer la terrible literatura de alta calidad y se deja conducir por ella hasta el abismo —a excepción del que está en condiciones de crear con talento análogo obras literarias del mismo valor—, termina preso de la ilusión de haber llegado a ese precipicio sólo con la ayuda de sus fuerzas.
Semejante milagro da origen a sentimientos varios. Se llega a comprender la propia impotencia, pues se da cuenta de que forma parte del grupo de los intelectuales faltos de fuerza y de que no puede cambiar la propia vida y participar en ninguna revolución aunque, sin embargo, considera que la posición alcanzada le permite tomarse todo a la ligera. Se trata de una conquista obtenida gracias a la literatura y, aunque se tenga conciencia de la propia inferioridad física, del desprecio de los demás, de la ausencia de principios morales y de la falta de algún talento especial, se posee la extraña presunción de tener derecho a burlarse del mundo entero. Todo es considerado con cinismo, se toma a la ligera cualquier compromiso, se descubren grotescos defectos en los que dedican todas su energías a algún ideal, se ataca la sinceridad y la pasión, y se atribuye el privilegio de despreciar todo lo que es hermosa y superior: las acciones puras e impetuosas que son una especie de cristalización del espíritu humano.
Esta actitud se manifiesta inconscientemente en el rostro y en el gesto. Me basta una mirada para identificar entre la multitud a un muchacho poseído por tales convicciones: sus ojos parecen límpidos, pero en el fondo están privados de luz y se encuentra por entero desprovisto de naturalidad pura y de fuerza animal, las principales prerrogativas de la juventud: no es más que una especie de criptógamo.
No es sorprendente, por tanto, que haya tratado de sustraerme a este tipo de literatura al conocer su veneno más que otros. Sin embargo, como no dejo de ser un hombre de letras, continúo sufriendo su persecución; no es extraño pues que desee al menos mostrar su peligrosidad a quien no ejerce esta profesión. Y es con respecto a este punto por el que dirijo mi reproche hacia los jóvenes intelectuales. En los últimos años he comprendido que basta practicar el kendo y blandir una espada de bambú para evadirse, aunque sea por breves instantes, del pantano del nihilismo. Necesité muchos años para poder comprender que la acción más simple tiene el poder de curar el morbo de la literatura, aunque esa revelación me llegó cuando éste ya había envenenado la mitad de mi juventud. Espero que los jóvenes intelectuales atormentados por la fiebre de la literatura puedan despertarse antes que yo. Confío en que haya alguno capaz de escribir al menos una obra no contagiada por el veneno ajeno, sino empapada genuinamente en el propio.