Los «Arquetipos»; esas Ideas del «otro lado» —de más allá del sur— que se arrastran por el universo, a la espera de reencarnarse en uno o varios seres humanos; estuvieron presentes en toda la obra y vida de Miguel Serrano, se sirvió de ellos para ilustrar el Destino de Hitler, Mussolini, Ledesma Ramos, José Antonio, Codreanu, González von Mareés etc. siendo consciente en todo momento de que él también había sido un «elegido», o como él decía, un «poseído».
No fue el «Arquetipo» del Emperador que se había apoderado de aquellos jóvenes fascistas el que encarnó en Serrano, sino el Arquetipo del Poeta-Guerrero, o del Guerrero-Poeta. El mismo Arquetipo que ya se había encarnado mucho antes en Hesíodo, Homero, Dante o Alonso de Ercilla, y ciertamente, pienso que fue también el caso de Robert Brasillach. Aquellos que han sido «elegidos» por los Arquetipos mueren, por norma general, jóvenes, pues una vez el Arquetipo ha cumplido su misión en esta, nuestra Tierra, el «portador» queda sin misión o destino posible. No ocurre así con los poetas-guerreros —o los guerreros-poetas—, pues la misión del Arquetipo se alarga en el tiempo, algo que Miguel Serrano mantenía presente cuando anunciaba «con una gran satisfacción» que daba por finalizada su obra, su «única gran obra».
Decía Arthur de Gobineau que la poesía épica, heroica, los cantares de gesta y la poesía bárdica —esto es, de los antiguos bardos— estaba inspirada por el genio ario, a lo que Serrano añadía que «muy pocos pueblos son capaces de producirlos y merecerlos». El Chile mágico del Sur Polar fue merecedor y capaz de producirlo e inspirarlo, junto a otros «pueblos» del Mediterráneo y otros tantos «pueblos» germanos.
Los poemas épicos, a pesar de representar el alma individual aria, se forjan en un campamento guerrero, junto al calor de la camaradería, cubiertos por el humo de las fogatas y el estruendo de la guerra. Así es como Alonso de Ercilla escribió «La Araucana», de la misma forma que Miguel Serrano lo hiciera en «Quién llama en los hielos».
Cada uno de los mencionados anteriormente —Dante, Ercilla, Heródoto, Homero, Hesíodo, Serrano o Brasillach— libraba una guerra muy diferente, a niveles y dimensiones muy dispares. En el caso de Miguel Serrano él mismo decía que «la última Gran Guerra fue algo inmenso, definitivo y los que así lo entendimos nos hemos entregado al combate, hasta el final del todo». Ese fue el combate que libró hasta poco antes de su partida; finalizar su obra, su «única gran obra», pues el poeta-guerrero «en una mano sostiene la pluma y en la otra la espada», pudiendo ser estas dos una sola.
No es tarea fácil dejar de imaginar a Dante, Encillas, Homero o Brasillach cuando uno lee a Don Miguel Serrano. Y es en memoria de estos dos últimos, que me gustaría señalar un detalle de especial interés en las obras de ambos. Cuando uno lee a Serrano decir que «después del apocalipsis vendremos nosotros, con nuestro Führer Adolf Hitler a la cabeza, con el Último Batallón, para imponer la justicia y el honor sobre la tierra y para vengaros; porque nosotros no olvidamos los crímenes y las torturas de las que os han hecho víctimas» es inevitable acordarse de las últimas palabras de Brasillach en su poema «El juicio de los jueces», recogido en su obra «Poemas de Fresnes»: «Los que se van, maniatados, porque se les ha negado el nuevo amanecer, / Los que caen, en la mañana, dislocados en el patíbulo, / Los que lanzan un último grito en el momento de abandonar su piel, / Serán, no obstante, un día, el Tribunal de Justicia Eterna».