Los adversarios de la ideología del progreso a menudo creen, sin razón, que ésta se limita a concebir la historia bajo una forma lineal, llevando la humanidad hacia un futuro siempre mejor, y como consecuencia a valorizar lo nuevo en tanto que nuevo, es decir, a desvalorizar constantemente la autoridad del pasado en nombre de las promesas del futuro. Olvidan que esta característica posee un corolario: la idea de que las civilizaciones son inmortales. Nacen, crecen y se desarrollan, pero ninguna ley ni razón objetiva exige que envejezcan ni mueran. Esta idea optimista se encuentra entre muchos adversarios de la ideología del progreso, que la toman prestada, sin darse cuenta de que ello es uno de sus presupuestos fundamentales. Por cierto, muchos de ellos se inquietan regularmente por las amenazas que pesan sobre la civilización occidental, pero creen, en general, que bastaría con ser precavidos para que esta civilización encuentre al mismo tiempo una esperanza de vida ilimitada.
Es la idea a la que se opone radicalmente Spengler. Largamente expuesto en La Decadencia de Occidente, su enfoque «fisionómico» de las culturas -se trata de delimitar la «fisonomía» de sus formas históricas- nos dice que las civilizaciones son mortales, que pueden morir y que tal es su destino común. No son pueblos o épocas, sino culturas, irreductibles las unas a las otras, los motores de la historia mundial. Estas culturas no son creadas por pueblos, sino, al contrario, son los pueblos los que son creados por las culturas. La Antigüedad, por ejemplo, es una cultura separada, similar pero totalmente distinta de la cultura «fáustica» occidental. Todas las culturas obedecen a las mismas leyes orgánicas del crecimiento y de la decadencia. El espectáculo del pasado nos informa, pues, sobre lo que todavía no ha sucedido.
Cuesta hoy imaginar el impacto que la aparición del primer tomo de La Decadencia de Occidente (1918) tuvo, primero en Alemania, luego en el mundo entero. Y, sin embargo, pocos autores que han alcanzado tal fama han sido olvidados tan rápidamente. Desde los años 1930, la estrella de Spengler comienza a dejar de brillar, para oscurecerse totalmente después de la Segunda Guerra mundial. Pero, en realidad, el «debate alrededor de Spengler» (Streit um Spengler) descansa, en gran parte, en malentendidos a los que él mismo contribuyó a mantener, por la particular mezcla de sus observaciones científicas, históricas, políticas y poéticas a la vez.
Muchos reproches tradicionalmente dirigidos a Spengler están lejos de comportar la adhesión. Para comenzar, por lo que se refiere a su «pesimismo»: no hay «pesimismo» en establecer un diagnóstico. En el título de su libro, así como él mismo lo subrayó, la palabra «decadencia» podría ser reemplazada por la de la «finalización». Otros sostuvieron que la afirmación spengleriana, según la cual las culturas son inconmensurables se encuentra con una aporía (enunciado que contiene una inviabilidad de orden racional), porque no se puede decir, a la vez, que todas ellas son inconmensurables y pretender comprenderlas. En un momento del coloquio de Cérisy, en 1958, Raymond Aron declaraba: «Spengler puede explicar todo, salvo su propia historia. Porque, en la medida en que tiene razón, tiene la culpa. Si las sociedades, las culturas, no pueden comprenderse, el hombre que no puede existir, es Spengler que las comprende todas». El argumento no es otro, para Spengler, que las grandes culturas, por muy inconmensurables que puedan ser, no presentan la misma morfología y obedecen todas históricamente a las mismas leyes. Puesto en duda por Keyserling, el carácter profético de los puntos de vista de Spengler ha sido ampliamente celebrado, en cambio, por muchos otros autores. No podríamos negar tampoco el carácter premonitorio de Años Decisivos. Por cierto, Spengler subestimó totalmente a los Estados Unidos como gran potencia. Ponía, en cambio, grandes esperanzas en Rusia, subrayando su extrañeza radical con relación a Europa occidental. «Los rusos no son en absoluto un pueblo a la manera del pueblo alemán o inglés», escribía en Prusianismo y socialismo (1919). «Llevan en ellos, como los germanos en la época carolingia, la virtualidad de una multitud de pueblos futuros. Los rusos son la promesa de una cultura que llega en el momento en que las sombras de la noche se alargan sobre Occidente».
Pero, de Eduard Spranger a Theodor W. Adorno, el principal reproche dirigido a Spengler se refiere evidentemente a su «fatalismo» y a su «determinismo». La cuestión es saber hasta qué punto el hombre es prisionero de su propia historia. ¿Hasta el punto de no poder jamás modificar su curso? Es ahí donde el debate comienza. Arnold Toynbee, al que se le compara a menudo con Spengler, negaba que se pudieran comparar las culturas con organismos vivos. Spengler, que presenta y defiende la tesis inversa, afirma que la civilización es el destino inevitable de una cultura, hecho que marca también el estadio terminal. ¿Hay que pensar en esta tesis en la época de la globalización? ¿Qué será de la civilización occidental, hoy universalizada, aunque parece menos amenazante que para todas las culturas del mundo todavía subsistentes? ¿Y qué significa este término de «Occidente» que, en el curso de la historia, cambió a menudo de sentido?
«Todas mis ocupaciones políticas—decía Spengler—no me proporcionaron ningún placer. La filosofía, he aquí mi dominio». Decía también que «tener la cultura» era una cuestión de actitud —y de instinto.