Presentación de Vivir peligrosamente, antología de textos publicados por José Luis Ontiveros en Ciudad de los Césares, con ocasión su lanzamiento el 19 de mayo pasado, (2019) en la sede de la Sociedad de Escritores de Chile (SECH), Santiago. Hizo la presentación el director de Ciudad de los Césares.
José Luis Ontiveros —JLO—, autor de los textos reunidos en el libro que presentamos, escritor reconocido en México, su país natal, en América y en España; colaborador de Ciudad de los Césares desde los muy primeros tiempos; luchador político y metapolítico inclaudicable; amigo y camarada: tal es el hombre del que hablamos esta noche.
Cierto, para hablar de un escritor —y es, sobre todo, el escritor el que nos convoca aquí—, se requeriría otro escritor. Quien os habla ahora no tiene otros títulos para ello que un largo conocimiento de este autor: primero como amigo, luego como director de la revista en que él colaboraba. Una nutrida correspondencia está de por medio —en papel y electrónica—; convergencias y discusiones, encuentros y desencuentros; las iras y las penas de José Luis, siempre pasajeras; sus inquietudes, la unanimidad en las cuestiones fundamentales. Una larga trayectoria común, hasta el momento en que fue interrumpida.
Conocí a JLO allá por 1974, epistolarmente: uno de esos contactos que decide el destino y que no se sabe bien cómo se han entablado. Una camaradería de pensamiento y de acción comenzó entonces, y ni el tiempo ni la distancia la debilitaron; por el contrario. JLO editaba en esos años una pequeña revista —unas pocas páginas— con el título de Año Cero; “la más profunda revuelta cultural contra el orden burgués”, anunciaba esta publicación. Mishima, Evola, la Guerra Santa, eran algunas de las referencias; y también aprendía uno que Hotir era el nombre del ángel encargado por la Provdencia de velar por México; y que su distracción jugando a las canicas había sido la causa del fusilamiento del Emperador Maximiliano. Todo Ontiveros se encontraba allí anunciado, como compendiado; pero habría asimismo otros desarrollos.
Año Cero no pasó, creo, de los tres o cuatro números. Conservo de esa época una carta manuscrita de JLO del 6 de enero de 1976. Allí hablaba él de la “hora de peligro que amenaza disolver la esencia espiritual de nuestra estirpe”, y de la necesidad, frente a los imperialismos, de forjar “una cultura racial independiente”. Para terminar formulando votos por la realización en Santiago de “un acto nacional revolucionario hispanoamericano” que, al parecer, esperábamos llevar a cabo. No fue posible, por cierto.
Sin embargo, JLO tenía por delante toda una carrera con la pluma. Pasando por una breve estadía en Europa, donde compartió experiencias con diversos militantes de causas no enteramente homologables entre sí; pero entre ellas tuvo el honor de conocer a los últimos sobrevivientes del Movimiento Legionario rumano. Esas experiencias parecen haber sido muy importantes para él, en todo caso. También Ontiveros pudo trabajar al servicio de la seguridad de su país, y bajo un jefe al cual seguramente admiraba, al que llamaba el Shogún y del que aprendió concepciones geopolíticas “grancontinentales”, como hubiera dicho nuestro amigo Parvulesco. Pero si hubo alguien a quien JLO hubiera reconocido como maestro, ése fue indudablemente el escritor Rubén Salazar Mallén, anarquista, comunista y fascista, inconformista e inclasificable, autor de una fundamental interpretación del ser criollo: JLO le rinde su homenaje en un par de libros.
Por los años 1990, JLO ya había adquirido cierta notoriedad como escritor: Octavio Paz, sumo pontífice de la cultura mexicana, le había acogido inicialmente bien, al parecer; pero después le cerró las puertas. “No sea reaccionario, Ontiveros”, cuenta que le dijo en alguna ocasión: así traducía el premio nobel la independencia de espíritu del joven escritor, su peligrosa tendencia a la incorrección politica. Con todo, estaban abiertas —estuvieron por mucho tiempo— las columnas en Unomasuno, el suplemento literario del que era el principal diario de México, Excelsior; ediciones en las prensas universitarias de su país, algunos premios literarios, allí y en España —excentricidades, los llama él, en el último artículo que le publicara Ciudad de los Césares. Con el prestigio de un escritor de talento contra la corriente, fue incluido en el comité de honor de la revista emblemática de la Nueva Derecha francesa, Nouvelle Ecole; hubo entrevistas en la prensa de esta corriente, como la revista belga Vouloir. La Apología de la Barbarie, publicada en las prensas de la Universidad Autónoma Metropolitana de México en 1987, fue editada después en España y en Portugal.
La fama y el mercado —esos impostores, al decir de Nietzsche— no habrían de sonreir siempre. JLO no esperaba simpatía del “sindicato letrado” de su país. Con el tiempo, fue evidente que había tomado caminos peligrosos. La revista Siempre!, en la que publicó numerosos artículos —y entre ellos, una entrevista que nos hizo—, lo excluyó de la nómina de sus colaboradores. En sus últimos días, cuando se afanaba por organizar en Ciudad de México un Encuentro de la América Románica que replicara los de Santiago y de Buenos Aires, Ontiveros tuvo la amarga experiencia de comprobar que la Universidad, el Ejército mexicano y el PRI —Partido Revolucionario Institucional—, con los que en su tiempo había colaborado, prestaban oídos sordos a las solicitudes de apoyo estratégico.
Vivir peligrosamente es fundamentalmente una antología de artículos escritos para una revista. Ello supone espacios y formas bien precisas. Para apreciarlos debidamente, hay que tener presente toda la obra del autor, que, ¡ay!, ha sido poco conocida en Chile. Para suplir en parte el contacto directo con los textos —en tantos lectores que, sin embargo, han descubierto en Ontiveros un autor que debe ser leído—, demos, entonces, una mirada a lo que nos parece más significativo en esa obra.
Apología de la Barbarie estaba consagrada a tres autores que son di maiores del panteón de JLO: Ernst Jünger, Yukio Mishima y Ezra Pound —sobre ellos volvería en más de una ocasión. A la Apología sigue —para los efectos de esta reseña— Cíbola (1992), que se afinca esta vez en nuestra tierra y nuestro destino. Cíbola, se sabe, es la ciudad, o las ciudades —las Siete Ciudades de Cíbola—, que el conquistador Vásquez de Coronado buscaba más allá del norte del Imperio Mexicano; la Ciudad que representa el centro luminoso que permite el contacto con lo Alto, enteramente análoga a nuestra Ciudad de los Césares, a El Dorado o al Gran Paitití. Cíbola pues, es un conjunto de relatos cortos, por lo cuales desfilan, además de Vásquez de Coronado, personajes ya ficticios, ya históricos, en acontecimientos que pueden ser reales, pero que tienen valor de símbolo: il sacco di Roma de 1527, cuando los lansquenetes del César Carlos entraron a saco en la Ciudad Eterna, y donde, además de luteranos alemanes, encontramos a españoles moriscos, todos deleitados en humillar a la Roma papal. Pero también tenemos el mito de Guadalupe, que habría animado la victoria de Lepanto, o la defensa heroica del castillo de Chapultepec contra los invasores norteamericanos en 1847. En medio de una ironía simpática, muy al estilo de JLO, todo un destino se entrevé.
La Espada y la Gangrena (1992) nos invita a seguir variadas circunvoluciones, “de Jünger a Céline” —nuevamente di maiores— y también aforismos a lo Nietzsche. De todas las evocaciones, sin embargo, preferimos la del malogrado escritor francés Robert Brasillach, “La joya de hierro”. Brasillach, cargado de grilletes —joyas de hierro—, “resonando como un rey negro”, marchando hacia la muerte. Los relatos cortos, probablemente el género en que JLO sobresalía, vuelven en El Húsar Negro (1999). Allí encontramos, de nuevo, a personajes “reales” —pero “reales”, se diría, entre comillas—: el Doctor Destouches, trasmitiendo como una maldición una existencia de proscrito; el barón Ungern-Sternberg, saludado como Rey del Mundo y dios de la guerra entre las poblaciones mongolas, junto a las cuales emprendió combates desesperados; Pedro Sarmiento de Gamboa —nuestro Sarmiento de Gamboa—, alquimista y navegante, que busca animar la “letra de sangre de la estirpe” y salvar así el Imperio. Y otros, personajes que pudieron haber existido: el indio Nezalhualcóyotl Páez, defendiendo la causa del Emperador Iturbide; el “Húsar Negro”, el noble polaco Benesky, o el irlandés John O’Reilly, luchando por la causa católica e hispanoamericana. En todos estos relatos, el Héroe se afirma como tal, luchando por una “causa perdida” en la que el sacrificio llega a ser inútil; en la que todas las poten-cias maléficas, encarnadas o no, se conjuran para impedir un destino de grandeza. Y sin embargo, queda siempre en pie esa fidelidad “más fuerte que el fuego”.
Así también en la que entiendo es la única novela que JLO publicó: El Hotel de las Cuatro Estaciones (1995). “Novela gótica” para su autor, podríamos llamarla más bien una obra de historia-ficción, donde la fantasía se hermana con la realidad y la historia toma la forma de lo que “pudo haber sido”. Allí también, personajes históricos se codean con otros, ficticios, pero que pueden aludir simbólicamente a la realidad: como el “agente cabalista” Isaac Wisenthal, protegido del Almirante Canaris. Tras el Hotel pues, fachada o pretexto, nos encontramos con el Hombre de la Máscara de Hierro de Spandau —que evoca, por cierto, un personaje de Dumas—; el joven teniente, alpinista y aviador, combatiente en los Cuerpor Francos, iniciado en la Logia Thule y quizás, allá en los tiempos de su mocedad en Alejandría, en la Futuwah islámica; el que deberá tomar al dictado el mensaje dirigido a las masas por el amigo, compañero de prisión y jefe, pero que no logra trasmutar en Libro del Destino. Y también nos encontramos con el Divino Marqués —el nada divino Sade—, cuya analogía con el hombre de Spandau radica sólo en la experiencia del cautiverio y, también, en el signo misterioso de que las respectivas prisiones hayan sido demolidas después de la muerte de sus ocupantes. Con más propiedad, encontramos a Nietzsche, que miraba hacia Oaxaca, México, en busca de un lugar desde donde “saltar sobre el abismo”. O el escritor Ernst Niekisch, obsesionado por la alianza con Rusia; o Ernst Jünger y un Otto Rahn judío, convocados por la Ahnenerbe, en una operación de alquimia que pudo haber trasmutado el régimen; o, el más simpático, Ernst Roehm, instando desde Bolivia a la heterodoxa alianza con estos pueblos mestizos en los que veía a “los griegos de Hölderlin”… Lo que motiva el inesperado viaje a La Habana del héroe de la narración. Y luego, para éste, la más radical decisión de volar a la tierra de Arturo, a empuñar la Espada de la Tradición. Más debía cumplirse el sino fatal de los Nibelungos. Después, silencio y sombra de muerte durante 17.000 días, “el primero en el sacrificio, pero también el último”.
JLO colaboró con Ciudad de los Césares desde sus primeros números, y con esta revista se identificó. Pues JLO pronto advirtió la distancia que había entre Ciudad de los Césares y otras publicaciones, de esas que se suele llamar “afines”, incluso las de la nouvelle droite o sus imitaciones criollas. Aquí se tomaba en serio ciertas ideas, y por eso, claro, había que pagar un precio. JLO estuvo dispuesto a pagarlo. Escritor y columnista incómodo, no ahorró sus críticas ácidas hacia el mandarinato de la cultura en su país, hacia los distintos turife-rarios del Pensamiento Único o hacia la que llamaba bendita grey de los idiotas. Entre ella, también la “dere-cha güelfa” o los “nazis de guarache, de nalgas de mandril”, como decía. Tenía una conciencia muy profesio-nal como escritor y no ocultaba su desprecio hacia los “escribas baldados”. En esta materia, era exigente y duro aun con los amigos. Por supuesto, en Ciudad de los Césares JLO encontró libertad para sus juicios, inclu-so desmesurados, incluso cuando se discrepaba públicamente de ellos.
Sobre todo, nuestro amigo era un militante de la causa de los Pueblos contra lo que llamaba americanósfera —norteamericanósfera, le corregía por mi parte, para evitar equívocos. Y un creyente en el destino imperial —malogrado— de nuestros pueblos, los de América Románica —nombre que al principio no le gustaba, pero que terminó aceptando. Sin dejar de reconocerse en la Tradición Unánime, en la aplicación práctica de los principios prefería decirse nacional-bolchevique.
Fueron muchas las batallas que dimos juntos, y no ha llegado la hora de hablar de todas ellas. En momentos críticos para Ciudad de los Césares, estuvo junto a nosotros sin vacilar. Sobre Miguel Serrano, a quien admiraba mucho y al que iba a dedicar su última obra, inconclusa, nos decía: “Tienen que salvarlo de sí mismo”. “Demasiado tarde”, le respondíamos. Cuando finalmente vino a Chile, la identidad de puntos de vista era casi total, y pareció entonces que sería posible constituir, desde Aztlán a la Patagonia, un haz de fuerzas en algunos proyectos “grancontinentales”. Por lo menos para JLO, no lo quiso el destino.
En esta antología —para hablar ahora de ella— no están todos los artículos que JLO escribió para Ciudad de los Césares, hay que decirlo. Algunos pueden haber sido excluídos por tratarse de escritos demasiado cargados por la circunstancia; otros han sido ya publicados, como los trabajos sobre Tolkien —en la editorial EAS, de Valencia—, y desde luego los que dedicó a Miguel Serrano, en la previa antología publicada por Aurea Catena, Las visitas de Miguel Serrano a Ciudad de los Césares. Otros, en fin, fueron dejados de lado porque forman parte de intercambios polémicos que podrían ahora estar fuera de lugar. Así, entre la “pequeña historia” de la colaboración de JLO con Ciudad de los Césares, se podría mencionar las notas intercambiadas con Oscar Soria —alias Sebastián Ballesteros Walsh— sobre Jünger; o las que motivó su Manifiesto Iberoamericano de la Resistencia Islámica, no bien recibido en todo nuestro ambiente, también hay que decirlo. En cambio, se han in-cluido en esta antología algunas notas de contenido polémico, sí, pero de interés más permanente. Casi diría más didáctico; y señalo especialmente el imperdible Manual correcto del inconforme.
Tenemos en Vivir peligrosamente, entonces, escritos de variado tenor. Algunos ensayos, que —diría— no era el género preferido de José Luis; el tono formal, argumentativo, no era el que más se avenía con su estilo. Sin embargo, los lectores sabrán apreciar La Posmodernidad y la circunstancia, un texto temprano; Revolución cultural y conquista del poder; Cultura alternativa y metapolítica; 1808 y el despojo español de lo hispánico —éste, una visión del tema de la decadencia hispánica y del nacimiento de nuestras naciones, en la línea de Ortega y de Maeztu. O también Salazar Mallén y Octavio Paz; o El estilo y la vida, leído aquí, en el Encuentro de 2013. Por otro lado, semblanzas, llenas de brillo y penetración, de autores a los que había que rendir el postrer homenaje: Jean Cau, Cioran, Ernst Jünger, Friedrich Georg Jünger, Roger Garaudy, García Márquez —pero también Pessoa y Otto Weininger, a los que había que rememorar. Asimismo, notas breves, con una comprensión profunda de los símbolos, como en Fukuyama y Mishima: el ideograma de los rostros. O notas “sociológicas” plenas de humor, como Raza cósmica o cómica, o El feminicidio como una de las bellas artes. Y otras inclasificables, como la Epístola bolivariana, una carta al Comandante Chávez, en la que señala admiración, límites y reservas.
Por último, complementa esta antología la muy buena introducción del escritor mexicano René Téllez Lan-dach, quien conoció directamente a José Luis. El introductor ha acertado, creo, en aprehender la esencia vital de JLO y resumir su significación literaria.
Quien lea Vivir peligrosamente encontrará no sólo una carrera literaria; verá reflejada allí toda una trayec-toria vital. Esas inquietudes, esas dudas, esas convicciones; ese conocimiento de la literatura universal y de los Maestros de la Tradición, unido a un carácter muy criollo, muy mexicano diría, pese a que, como buen criollo, podía vituperar lo mexicano; esa decisión de vivir peligrosamente: todo ello, que aquí sólo hemos esbozado, está condensado en esta obra. Gracias por ella a Hyranio Garbho y Aurea Catena.
José Luis Ontiveros perteneció al linaje de los que edifican sus casas al pie del Vesubio y emprenden la na-vegación por mares desconocidos. Vivió peligrosamente, y como vivió, murió. A algunos deja el recuerdo; a todos, a nuestra comunidad de lectores, deja sus escritos, que serán atesorados sin duda como testimonio de una entrega vital y de un compromiso con las Musas. A él, ahora, retribuimos el homenaje que en su día, en las páginas de Ciudad de los Césares, tributó a Jean Cau, a Roger Garaudy, al Hombre de la Máscara de Hierro. Gracias, José Luis Ontiveros.