Novela, cuento, ensayo, poesía, apuntes, teatro: no hubo género literario que Montherlant no tocase. Más fue en su propia vida donde encontró la fuente principal de su obra, no de una manera rotundamente narcisista (como tantos novelistas de hoy), sino apoyándose en episodios de su existencia vivida para darles una dimensión superior.
Henry Millon de Montherlant nació en París un 20 de abril de 1895—en ocasiones afirmaría nacer un 21 de abril, coincidiendo con la fecha tradicional del aniversario de la fundación de Roma—en el seno de una familia en parte noble de origen picardo, del lado paterno, y champañés, del materno. Su padre falleció en 1914, y su educación quedó en manos de su madre, fallecida un año más tarde, quien desde temprana edad le inculcó el gusto por la literatura. El libro de Henry Sienkiewicz, «Quo Vadis?», que le leyó su madre, le dejará un recuerdo imperecedero, al mismo tiempo que le inspirará el culto a esta antigüedad romana donde paganos y cristianos se enfrentaron duraderamente. En este libro ya encontramos temas que abordará a lo largo de su obra: la antigua Roma, la tauromaquia, la amistad y el suicidio. Evocando su juventud diría: «Yo estaba loco por los romanos, como Don Quijote por sus héroes caballerescos».
Su expulsión en marzo de 1912 del colegio Sainte-Croix de Neuilly le proporcionará también material para dos de sus obras, «La Ville dont le prince est un enfant» (teatro, 1951) y «Les garçons» (novela, 1969), donde se entrelazan temas de educación religiosa y «amistades particulares» entre adolescentes de 14 a 16 años. Escribió: «Todas las amistades que ha recordado la historia han nacido en las universidades o en el campo de batalla».
Nutrido en su juventud por la lectura de Friedrich Nietzsche y Barrès, encuentra allí un ideal de coraje y una introducción a la ética del honor. Durante la Primera Guerra Mundial, fue destinado en 1916 al servicio auxiliar, reubicado más tarde al servicio activo, que le valió una herida de metralla, que inspiraron su primera obra de teatro, «L’Exil», escrita en 1914, y en su primera novela, «Le Songe», publicada en 1922. Tras la guerra se convirtió en secretario general de la Œuvre de l'Ossuaire de Douaumont, asociación destinada a recaudar fondos para la reconstrucción de un osario, y publicó un admirable canto fúnebre por los caídos en Verdún, reanudado en 1932 en «Mors et vita».
El texto es una larga meditación sobre la muerte donde, de paso, cita a Fritz von Unruh y Goethe. Montherlant recuerda las batallas en que llegó a participar. «Estas dunas, este aire y, fe mía, esta estrella parpadeante, este es mi país. Por un momento le defendí. Fui un recurso provisional. Tenemos cosas que contarnos. Miro este gran infeliz cuerpo con una efusión que nunca terminará». «Es más provechoso lo que un hombre hace en tres meses de guerra que en toda una vida de paz», afirma también. Pero es cuidadoso de no hacer una apología de la guerra: «Si queremos evitar la guerra, debemos dar a los hombres apasionados, especialmente a los jóvenes, algo con el mismo valor que la guerra». «Debemos traer a la paz las virtudes de la guerra (…) Invoco a una paz en que sistemática creemos oportunidades de entrega y coraje». Es imposible no recordar a Ernst Jünger.
En la década de 1920 se dedicó al deporte, en particular al atletismo y el fútbol, que colocó bajo el signo del «dios de la amistad». Creyó redescubrir en lso estadios la fraternidad de las trincheras y celebró, en «Les Olympiques», las virtudes del cuerpo desnudo, atlético y viril, y la belleza del rostro femenino «extendido como el océano». Se adentró también en la tauromaquia, que siempre ha sido motivo de su fascinación, y que identifica con un sacrificio religioso. Le vemos toreando a él mismo. Admirador de las civilizaciones mediterráneas (Roma, por supuesto, pero también de España y el mundo árabe), viajó en múltiples ocasiones allí. Fue en Sevilla donde escribió «Les Bestiaires», su primer éxito. Después de Marruecos y Túnez, vivió unos años en la Argelia colonial y, en la década de 1930, conoció a André Gide en Argel. Allí escribió la gran novela anticolonialsita «La Rose de sable», cuyo héroe era un joven oficial del ejército francés y en la que denunciaba los excesos de la colonización. Posteriormente publicaría fragmentos de esta, más la obra completa no sería vista por el público hasta 1968. Dudó mucho de publicarla antes, pues consideraba que podría «afectar los intereses de una ya debilitada Francia». Su anticolonialismo queda claro en la correspondencia que mantuvo con el mayor Paul Oudinot, él mismo abiertamente hostil al colonialismo.
Si bien sus primeras obras, rechazadas por los editores, se publicaron a sus expensas, consiguió pronto la fama, primero con «Les Célibataires», que recibió el Gran Premio de la Academia Francesa en 1933, luego con la publicación, entre 1936 y 1939, de los cuatros tomos que componen el ciclo romántico de «Jeunes filles», que venderá más de un millón y medio de ejemplares, y lo dará a conocer a todo el mundo. Estas obras le ganarán una duradera reputación de misógino, que podemos considerar injustificada. En efecto, Montherlant presenta un virtuoso análisis psicológico del temperamente femenino, y de lo opuesto al temperamento masculino. No se presenta, sin embargo, como un enemigo de las mujeres (tendrá además innumerables admiradoras, sobre todo entre las lectoras de «Jeunes filles»), pero deja entrever que hombres y mujeres pertenecen en cierto modo a especies distintas —y que el matrimonio (el «hipogrifo») es una prisión a la que el héroe de «Jeunes filles», Pierre Costals, se rehusa a entregarse (al igual que el mismo Montherlant, que en 1934 rompe su compromiso de casarse).
Patriota sin nunca ser nacionalista —ama a Francia como Catón el Viejo a Roma— nunca se involucró políticamente. En la década de 1930, sin embargo, publicó numerosos artículos hostiles a la Alemania nacionalista, y denunció enérgicamente el Acuerdo de Munich. Su libro «L’Equinoxe de septembre», publicado en 1936, sería prohibido por las autoridades alemanas durante la ocupación. Más otro de sus libros, cuyo título responde al anterior, «Le Solstice de juin», dedicado a la Batalla de Francia en mayo-junio de 1940, le granjeará, por el contrario, la reputación de colaboracionista. Describe la esvástica como un avatar de la «rueda solar», y exalta el heroísmo individual, lo único que nos permite «escapar de aquello fuera de nuestros control». Durante la ocupación se mantuvo alejado de la vida política, se negó en 1941-42 a particpar del Congreso de Escritores Europeos en Weimar, pero participó de cerca en la vida literaria y esbleció estrechas relaciones con ciertos miembros del Instituto Alemán, como Heinz-Dieter Bremer, quien tradujo varias de sus obras y cayó finalmente en el frente oriental en 1943. Todo esto le generaría problemas después de la liberación.
A partir de la Segunda Guerra Mundial se intensificaría su producción teatral. Tras es éxito de su «Reine morte» (1942), «Malatesta» (1946), «Le Maître de Santiago» (1947), «Port-Royal»(1954), «Brocéliande» (1956), «Don Juan» (1956), «Le Cardinal d’Espagne» (1960), obra de teatro emitida por la televisión alemana el 21 de abril de 1967, tras la muerte de Adenauer, «La Guerre civile» (1965), la la oportunidad de exponer una moral altiva, cuyos representantes, asaltados por sus pasiones, a menudo acaban traicionados o derrotados. Trata las cosas serias con insolencia. Evoca el conflicto entre la mística y la política, la tragedia de la gracia y la del poder, la persecusión de los valores nobles en una sociedad que sólo permite lo que agrada a las mayorías. Como él diría, describe los defectos de los hombres porque antes los ha estudiado en sí mismo.
Fue elegido miembro de la Academia Francesa en marzo de 1960, sin haberse observado la regla que exige hacer la solicitud. Hasta la fecha, se le han dedicado innumerables libros, y muchos de sus libros hans ido objeto de ediciones de lujo ilustradas por grandes artistas (Cocteau, Mariette Lydis, Pierre-Yves Trémois, etc). Ha sido también traducido en el extranjero, especialmente en Alemania.
Habiendo perdido la mitad de su vista, y temiendo quedar totalmente ciego, Henry de Montherlant, que siempre ha honrado el suicidio, decide suicidarse. Sin dejar nada al azar, eligió el día 21 de septiembre de 1972, día del equinoccio, esa época del año enq ue la luz y la sombre son iguales. Se disparó en su casa parisina, rodeado de sus bustos antiguos, de acuerdo con los principios romanos que había exaltado a lo largo de su vida. Quienes todo este tiempo le acusaron de «llevar una máscara», sólo pueden ver la lealtad a sí mismo. Julien Green dirá: «Habiendo inventado un personaje lleno de valentía y resplandor, [Montherlant] terminó por tomarlo para sí y lo ajustó hasta el final». Siguiendo su voluntad, su heredero, Jean-Claude Barat, y su amigo Gabriel Matzneff esparcirán sus cenizas en el Foro de Roma, en el camino entre el Templo de Vesta y el de la Fortuna Viril.
Montherlant es sin duda, uno de los más grandes escritores franceses del siglo XX. Basta con abrir cualquiera de sus libros al azar para ser atrapado inmediatamente por la riqueza y belleza de una lenguaje clásico que manejaba mejor que nadie.
El gran principio de su vida, a menudo malinterpretado, fue el del sincretismo y la disonancia, de la alternancia y complementariedad de los opuestos. Visión heracliteana, que toma prestado del espectáculo de la naturaleza: «La naturaleza misma alterna el día y la noche, el calor y el frío, la lluvia y la sequía, la calma y la tormenta». Algunos lo han criticado por haber llevado una «doble vida», o por «llevar una máscara» la mayor parte del tiempo. De hecho, todo esto se condice con su idea de que los opuestos se encuentran y son equivalentes: la muerte y la vida, la guerra y la paz, el heroísmo y el hedonismo, la moral cristiana y la moral pagana, la felicidad carnal y la elevación espiritual, el fervor y la sensualidad, la violencia y la caridad, el deseo de crear y el deseo de destruir, el sí y el no, el catolicismo y el paganismo, el Tíber y el Orontes, el coraje y el carpe diem. Ya en «Mors et vita» leemos «No habría sombras si no hubiera luz, y la luz actúa sobre las sombras». En «L’Equinoxe de septembre» explica: «Dos doctrinas opuestas son sólo desviaciones de una misma verdad». Por ello aprueba y desaprueba del cristianismo, tras ser seducido por el estoicismo y el jansenismo. Había algo de prusiano en este amante del Mediterráneo, y un gran gusto por el placer en este hombre que veneraba el rigor y la pureza. Se dice que la gente cree sólo en los sentimientos que pueden experimentar; Montherlant los ha experimentado todos.
Montherlant es ante todo un moralista, pero uno peculiar. En sus obras, ya sea en sus novelas, desde «Les Bestiaires» (1929) y «Les Célibataires» (1934), hasta «La Rose de sable» (1968), «Le Chaos et la nuit» (1963), o «Un Assassin est mon maìtre» (1971), —en sus cuadernos («Va play avec ce poche» en 1966, «La marée du soir» en 1972), en sus ensayos o sus obras de teatro, ciertamente no aboga por lo que Nietzsche denominaba «moralina». Invita, por el contrario, a la grandeza. Nos insta, por sobre todo, a despreciar la vulgaridad, la mentira, el sentimentalismo, el utilitarismo, la mezquindad y la vileza. ¡No seas ruin, apunta a la grandeza!
En «Lettre d’un père à son fils» (Carta de un padre a un hijo), leemos: «Lo esencial es lo sublime. Tomará el lugar de todo para tí. En ella incluyo el desapego, porque, ¿Cómo llegar a lo más alto sin desapegarnos? Será una patria para tí si no tienes otra, y con ella bastará. Será una patria para tí cuando la otra te falle». En «La Reine morte», una de la citas más célebres es: «¡A la cárcel!, ¡A la cárcel por mediocre!». Uno de sus libros se titula «La vida en forma de arco» (La Vie en forme de proue); «La posesión de uno mismo» (La Possession de soi-même), otro. Estar en posesión de uno mismo es estar a la altura de la idea que se tiene de sí mismo. Es poseer, dominar la propia existencia, en medio de las demandas, casi siempre futiles, que nos hace el mundo exterior.
Con «La Relève du matin» (1920) y «Les Olympiques» (1924), sus dos grandes ensayos son «Mors et vita» (1932) y «Service inutile» (1935).
«Mors et vita» contiene un breve texto titulado «Allocution à des étudiants allemands» (Alocución a los estudiantes alemanes), que data de 1929. Esta alocución nunca llegó a hacerse oralmente, pero contiene comentarios que Montherlant dice, hubiera hecho de haber visitado Alemania, donde había sido invitado varias veces. Escribe: «El patriotismo es respeto hacia el enemigo, pues, el patriotismo sabe lo que es la patria, que es buena por igual de los dos lados». Dice también: «Debemos admitir, señores, que un día nuestro deber será matarnos nuevamente unos a otros. Esta eventualidad hay que considerarla con calma: hay cosas peores que la muerte». En Homero, cuando Aquiles mata a Licaón, exclama: «Alla philos — ¡Muere, amigo mío!».
El título «Service Inutile» habla por sí sólo. El gusto por el servicio nace del idealismo; el realismo está convencido de que es inútil. Pero la idea más fuerte es que el servicio es necesario, no pese a su inutilidad, sino por esta. Vemos aquí una crítica al pensamiento utilitario y una apología a la gratuidad.
La obra contiene también la admirable «Lettre d’un père à son fils»: «Las virtudes que cultivarás serán sobre todo el coraje, el civismo, el orgullo, la rectitud, el desprecio, el desinterés, la cortesía, el reconocimeinto y, en general, todo lo que se entiende por generosidad». Montherlant precisa que el orgullo se opone a la vanidad, y que el desprecio «forma parte de la estima»: «Sólo podemos despreciar en la medida que podemos estimar». A esto agrega: «No hay ningún odio que no contenga desprecio. Por ejemplo, no odio a los alemanes, pues no los desprecio. Uno de los signos de la decadencia de Francia es que ya no es capaz de despreciar».
Leemos más adelante: «Poco importa si amas o no a tu prójimo. Pero no busques su amor. Primero, porque aquel que te entrega su amor te arrebatará tu libertad. Segundo, porque buscar complacer es una pendiente resbaladiza que conduce a lo más bajo». Montherlant aboga por la disciplina y el ascetismo, pero no por el gusto por la mortificación ni el sufrimiento innecesario. Por el contrario: «Oirás decir que el placer es incompatible con la espiritualidad, la caridad, la buena salud, etc. Esto es sólo una ilusión. (…) La felicidad es considerablemente más noble y refinada que el sufrimiento: cuando la humanidad tenía una mente saludable, los dioses que creaba eran felices».
Finalmente concluye: «Un día podrás pensar que el consejo que te doy no es apto para un hombre moderno. Ciertamente: la virtudes que pido de tí son nocivas para aquel que busca el «éxito» (¡siempre estas palabras vulgares!) en el mundo moderno. Pero no te hecho para ser un hombre moderno, sino un hombre».
Montherlant fue una especie de mezcla de Goethe, Alfred de Vigny, Ernst Jünger, Gabriele d'Annunzio, Hans Blüher y Pasolini. Como muchos autores de «derecha», se aferró a una concepción de la vida en la que la ética se funde con la estética, reduciéndose a menudo la primera a la segunda. De buena gana citaba la máxima: «Servimos por honor y por placer, no por lucro». Y es que el honor y el placer pueden ir de la mano con la grandeza, mientras la búsqueda de ganancias inevitablemente se parece a la bajeza.
Nietzsche dijo que las almas fuertes «esconden tímidamente su vida interior», pues conocen el precio. La idea a la que vuelve constantemente Montherlant es que la nobleza condena a la soledad: «De los diversos medios que tenéis hoy para haceros odiar a vuestros compatriotas, el más seguro es tener sentimientos elevados». La mejor manera de complacer —los políticos bien lo saben— es apelar a lo bajo.
«Un hombre libre se reconoce por ser atacado, simultánea o sucesivamente, por partes contrarias» dijo también. En «La guerre civile», el coro exclama: «La honestidad es la patria de los que ya no quieren tener otra. Y esta patria es un exilio». Montherlant vivió siempre en el exilio, y por eso buscó recluirse. No en vano, Philippe de Saint-Robert lo describió como un hombre «separado». En «Service Inutile» escribe: «Sólo me tengo a mí mismo para sostenerme en los mares de la nada». Y un cuarto de siglo más tarde: «Para él, toda virtud es causa de soledad». O también en «La Possession de soi-même»: «Todo lo que es bueno, todo el que hace algo bueno, o se esfuerza por lograrlo, es siempre una minoría. Y la minoría vive en un eterno exilio».
«Diez años después de mi muerte, todos me habrán olvidado» profetizó, y no se equivocaba del todo. Todavía leemos, de vez en cuando, obras de Montherlant, pero las nuevas generaciones lo conocen poco. Ha caído, en cierta forma, en el olvido. Los sentimientos que prestó a sus personajes parecen incomprensibles para nuestros contemporáneos. Releerlo hoy es como entrar en otro mundo. «Todo lo que no sea literatura o placer es tiempo perdido», dijo alguna vez. Ciertamente, él no perdió el suyo. Y eso nos ha marcado profundamente.