Posan los etéreos ángeles su atenta mirada
Sobre el tronco por el cual fluye, sea por Dios,
El rocío carmesí que humedece la tierra romana,
Que mana torrencial del herido Endimión.
¡Oh Sebastián!, capitán de la guardia pretoriana,
De espíritu cristiano y hermoso cuerpo pagano,
¿No tenía tu gran belleza que estar destinada
A morir en plena mañana, mucho antes del ocaso?
Yaces atado, ¡oh mártir! con las manos en la espalda
Al verdadero árbol, bañado de oro y de mil rosas,
Amparado por los olímpicos dioses que rechazas,
Mientras tu blanca carne se va tornando roja.
Guiadas por Diana, las flechas penetran tu vientre,
Descubriendo los misterios de la laceración,
Mientras la piel se desgarra, hasta que demuestre
Cuánto hay en la Tierra de placer y dolor.
Cubre los rígidos contornos de tu tersa piel
El néctar vital que fluye desde tu suave boca,
Hasta santificar tu fundamental negación de ser,
Y divinizar la juventud de tus mejillas rosas.
Contigo muere el fuego del mundo antiguo.
En tu juvenil y absoluta belleza hay más
Que sólo la anhelada destrucción de ti mismo:
El fin de una devoción que no volverá jamás.
¿Acaso podríamos contener las lágrimas
Ante la inmortal imagen de tu aflicción?
Condenada siempre estuvo tu sangre ávida
A saciar la melancolía de tu noble aspiración.
Estaban presentes en el trance del dulce beso
Los presagios de los sabores de la muerte;
Presentimiento del instante que te volvió eterno,
Cuando el éxtasis de la agonía surcó tu frente.
Mas no es tuyo un destino que inspire lástima:
Eres la encarnación de la tragedia y el resplandor.
¡Oh Sebastián!, has negado a las deidades máximas,
Y te has convertido, atado al árbol, en el último dios.