Cuando oímos mencionar los nombres de Dominique Venner, Jacques Rigaut o Pierre Drieu La Rochelle, escuchamos los ecos fatídicos de vidas truncadas por el peso de un malestar generalizado: el suicidio. El estigma que acarrea el suicidio pesa tanto que, cada vez que se anuncia la muerte de una persona que se ha decidido por tomar su vida con sus propias manos, se pone el foco en la persona que lo ha cometido y en los factores psicológicos o mentales que la habrían podido conducir a ello, en vez de tratarlo como una cuestión contextual y de gran envergadura.
Cuando tratamos de tener un ápice de comprensión respecto a la mente de todos los genios que han venido y se han ido tempranamente, a veces tratamos de averiguar la razón de que dicho despecho por la vida les haya privado de un futuro, de una vida que trasciende las reminiscencias de las derrotas ideológicas o la muerte de la poesía. No obstante, elucubrar alrededor de estas posturas no resolverá nada más allá de construir un relato inmediato; alejados de la tragedia, lejanos de un Gonzague literario o un Honda melancólico. El suicidio es un fenómeno estructural, no de unos pocos que están «peor» que nosotros.
Cuando vemos lo que fue y lo que podría haber sido, recriminamos en pensamientos y relampagueos de ideas esa realidad donde sí se puede visualizar las obras de un Mishima después de la tetralogía del mar de la fertilidad, o un Drieu capaz de finalizar una novela con Gonzague de protagonista. Inclusive si el suicidio-ritual tras un golpe de estado o el pistoletazo en la cien ante el altar mayor de la Catedral de Notre Dame nos pudiera parecer —a primera instancia— dramático y teatral, lo que conllevó a Mishima o a Venner a cometer dichos actos no ha surgido del más vulgar egoísmo para llamar la atención; en dichos actos, el suicidio termina siendo el único recurso que queda ante una situación vital desesperante y absolutamente insostenible. El suicidio artístico termina por correlacionarse con el suicidio existencial como un sacrificio desinteresado, un acto irreversible.
A lo largo que nosotros somos subyugados e integrados al malestar de la soledad y la melancolía prolongada, tarde o temprano, llegamos a considerar preferible la muerte a qué sufrir tanto en vida. A modo de desplazamiento o formación reactiva, podemos considerar a la ironía exacerbada y el signo de la burla como una «vía de escape» de la realidad grisácea. Tal como un Getúlio Vargas mofándose de la hilarante cobardía del suicida o un Goethe hablando sobre el pobre diablo de Werther, podríamos pensar en una simple banalización del suicidio. ¿No será que, en vez de eso, estás burlas son el reflejo de un entorno social torturado, apático y desesperanzado?
Estas sátiras difícilmente podríamos considerarlas burlas conscientes del suicidio, en son de restarle importancia a dicha cuestión; eso sí, es indudable que estas interpretaciones servían como catalizadores de una sensación colectiva y sofocante, para canalizar el dolor a través de un estoicismo aparente, pero vacuo, como suelen hacer las personas que sufren en lo más interno de su corazón. Empero, esto tampoco es una cuestión de incitar al suicidio o romantizarlo como una pintura de Leonardo Alenza, pero si es una cuestión de parar la estigmatización de quienes cometen su propia muerte o tienen pensamientos de consumar su copa de cicuta.
Intentar evitar la subyugación del suicida frente a sus ideaciones —encontrando maneras que puedan arraigar a esas personas a la vida— es el mejor regalo que le puedas dar a una persona; estás brindándole vida a un cuerpo muerto, tal como un Lázaro resucitado por Jesús Cristo. Propiciar espacios en los que podamos compartir estas sensaciones y tomar consciencia de que no somos los únicos que hemos tenido en consideración el suicidio, y, en cuya vida la muerte tiene una presencia importante, solo nos hace ver que no somos nosotros el problema: sino, somos parte de la solución.