El trovador de Perpiñán
hoy asume la entrega total,
enclenque y resbaloso
en la tierra seca del erial;
orgullo de cerrar telón
a una obra endeudada
de lozanía descarriada.
Sus pies y manos yacen aherrojadas
entre hierro y óxido naranja,
mientras atraviesa desfilando su joyería
en el campo abierto de hormigón y polvo.
Su joven sangre francesa le es abnegada.
Desde sus lentes gruesos admira
la saliva de plomo del Garand,
del soldado pérfido sin lucero ni lumbrera
al cual le sonríe con el cartucho de dientes
emanando nostalgia infantil;
recuerdo guestáltico
de su madre acobijándolo
antes de dormirse tras el ocaso.
Su cuerpo cae al suelo
derribado por el aire.
Cae en el pasto verde
y las malas hierbas,
la estatua de sus ideales
ahora solo es recuerdo en el hormigón:
su único cobijo.