Ya hace tiempo que quería escribir para disculparme ante Gonzague. ¡Disculparme! Bien sabía yo que el examen de conciencia que hice sobre nosotros, a propósito de tu aparición en La Valise vide, era insuficiente. ¡Terrible insuficiencia de nuestros corazones y de nuestros espíritus ante el grito, tu manera de suplicar! Te veía en medio de la calle con la maleta vacía... ¿y qué te ofrecía yo para llenarla? Te echaba en cara que, en un mundo tan rico y tan lleno, no encontrases nada que te asegurara el sustento. Pero no te di nada. Porque al fin y al cabo, hay que reconocerlo: aquellos que no encuentran nada y se quedan así, sin saber qué hacer, acaso estén pidiendo, y lo único que hay que hacer es darles.
Me he puesto a llorar cuando una mujer me ha dicho por teléfono: «Le llamo para decirle que ha muerto Gonzague». ¡Qué repugnante, la hipocresía de aquellas lágrimas! Siempre la cobardía de la limosna. Uno da cuatro cuartos y se larga. Y mañana por la mañana, ¡con qué facilidad me levantaré a las cinco para ir a tu entierro! Siempre soy tan atento en los entierros...
Después de cruzar una barriada —las barriadas son el fin del mundo— y un campo otoñal de un verde de verdura cocida y de un oro pálido como el de las paredes de un dormitorio, bajo una lluvia torrencial y con un chófer que me hablaba de su motor, llegué a una de esas horribles casas de huéspedes en donde se ve que la melancolía y la locura pueden codearse con toda la mediocridad del mundo.
Allí, debajo de tu cama, estaba la maleta abierta en la que no podías meter, a fin de cuentas, más que una cosa, la más valiosa que el hombre puede tener: su muerte. A Dios gracias, habías conservado lo mejor y no te lo han arrebatado. En esta cuestión has sido vigilante e indefectible: has conservado tu muerte. Me alegro de que te hayas matado. Eso demuestra que seguías siendo un hombre y que sabías muy bien que morir es el arma más potente que puede tener un hombre.
Has muerto inútilmente pero, en definitiva, tu muerte demuestra que, en este mundo, los hombres no pueden hacer más que morir, y que si hay algo que justifique su orgullo, su conciencia de la propia dignidad —conciencia que tú tenías; tú, que tantas veces habías sido humillado y ofendido—, es el estar siempre dispuestos a arrojar su vida, a jugársela de pronto por un pensamiento, por una emoción. En la vida sólo cuenta una cosa: la pasión, y sólo puede expresarse con la muerte —de los demás o de uno mismo—.
Tenías todos los prejuicios, todo ese tejido de la vida social que es nuestra misma carne —una carne tan pegadiza como nuestra carne sexual y animal— y que volvemos irremediablemente contra nosotros mismos en un desgarramiento magnífico y absurdo. Vivías —mientras viviste— con toda la carne de los prejuicios vuelta contra ti. ¡Desgarrado!
Creías en todo: en el honor, en la verdad, en la propiedad...Tu cuarto estaba bien ordenado, como todos los sitios por donde pasabas. Encima de la mesa, esos papeles, esos pequeños instrumentos, esas cajas de cerillas amontonadas, esas cuartillas. ¡Ay, literatura, sueño de infancia que volvía a acudir siempre a ti y que se había convertido en un fruto seco e irrisorio que escondías dentro de un cajón! Un revólver precioso como todos esos objetos con los que jugabas. Todo era mortal entre tus manos: todos esos cepillos para tu aseo. Te peinabas el pelo, hermoso y vivo, y salías: en los salones, en los bares, un sentimiento del amor imposible, nefasto, crispaba el corazón de algunas mujeres.
No de todas. No gustabas a todas ni a todos. Muchas personas te despreciaron y te rechazaron. Eran más puros que aquellos amigos tuyos que nunca declaraban su amistad sin reservas. ¿Por qué? También era culpa tuya: no tenías talento. Y habías hecho mal en hablar dé ello.
En todo literato hay un enterrador: no es la primera ni la última vez que derramo tinta sobre la tumba de un amigo.
Te gustaba algo de Cocteau y algo de Aragón. No recuerdo que me hablaras nunca de Rimbaud.
Fui tan cobarde que te llevé flores una tarde. Ya no me atrevía a hablarte, a gritarte mi fe. MÍ fe en todo lo que odiabas, en lo que vomitabas, en todo lo que has matado de un tiro.
Como no tenías pasiones, tenías vicios. Como eras un niño, tus vicios eran una golosina. Y tu golosina era de niño: estabas sediento de sueño y de juego, de juego y de sueño. Jugabas con tus trochos de dios: cómicas fotos, recortes de periódicos, ¿qué sé yo? Y luego, cuando charlabas, seguías jugando con anécdotas... recogidas de los almanaques, chispas de la impotencia humana como las que nos abrasan cada día. Y después llegaba la noche. Entonces te drogabas, te pinchabas y te reías, te reías, te reías. Tenías los dientes hechos para una risa sarcástica inolvidable: fuertes y apretados y firmes en una mandíbula fuerte, en un rostro de cuero holgado. Te reías, te burlabas y después te caías muerto. Pero renacías, en aquellos tiempos, cada mañana. Como un fuego fatuo o un duendecillo de los pantanos, renacías de una burbuja mefítica. Tenías un cuerpo de tritón y un alma de duendecillo.
Yo lo he visto, envuelto en nuestras vomitonas de borrachos, aullar a muerte en el hueco de una escalera bañada por la luna, delante de una puerta en donde yo no conseguía meter la llave.
Los paganos y los cristianos creen unos en el cielo y otros en la tierra: todos creen en el mundo. Yo soy de éstos, estoy entre esos millones de creyentes. ¿Por qué no me escupiste a la cara? Tú sólo creías en los socios capitalistas, en la gente de mundo, en el éxito con las mujeres. Eras vulgar e incapaz de tu vulgaridad. Porque tú no tenías un paso elegante, aunque a mí me conmoviera hasta hacerme llorar; te quedaba algo de burgués en el trasero que te impedía volar a las altas esferas.
Eras tímido. Sólo te querían las mujeres a las que no querías tú, o las mujeres perdidas que gustaban de perderse en tu perdición.
Querías escribir y eras tan inepto ante el papel como un miembro del «Jockey». En algo te parecías a un miembro del «Jockey».
Has muerto creyendo que la tierra estaba poblada por gente mundana, por criados y por artistas amigos unos de otros. Tenías miedo de los ladrones y de los asesinos; preferías dar sablazos a los pudientes. Y eso te causaba pena, por ello has muerto. La gente no sabe dar. Pero, ¿sabríamos recibir si alguien, de repente, supiera dar?
Recuerdo nuestra juventud, cuando nos bañábamos en Biarrítz. Estabas enamorado, esperabas telegramas de Nueva York; hasta tu último día has esperado telegramas de Nueva York; venían a montones.
Las mujeres a las que querías te quisieron. Al menos, eso dirán ellas, pero no te han querido más que nosotros, tus amigos. Una vez más nos ha sorprendido a todos la muerte. ¿Te gustaban los hombres? Si eso es verdad, parece que sólo fue una humillación más. Estabas cargado de ofensas: te llenaban los bolsillos de tus chalecos. Ofensas que colgaban como la cadenilla del reloj.
Mi mayor traición ha sido creer que no te matarías.
No te parecías en nada a un bandido; le tenías miedo al dinero de los demás: eras un burgués habitado por la gracia y ceñudo, lo que prueba que la gracia era auténtica. Sí, un cristiano; aparentemente cristiano y en el fondo nada cristiano. Porque, en fin, ¿qué diferencia hay entre un pagano y un cristiano? Apenas. Una ligera diferencia en la interpretación de la Naturaleza. El pagano cree en la Naturaleza tal como ella se presenta; el cristiano cree en la Naturaleza, pero según lo que supone detrás de ella. Cree que es un símbolo, un tejido cuajado de símbolos. En el día de la vida eterna le da la vuelta al tejido y ya tiene la realidad del mundo: Dios. Por lo tanto, el pagano y el cristiano poseen la vieja creencia en la realidad del mundo. Tú no creías en la realidad del mundo. Creías en mil cosas pequeñas, pero no en el mundo. Esas mil pequeñas cosas eran los síntomas de la gran nada. Eras supersticioso. Dulce y cruel refugio de los niños rebeldes y fieles hasta la muerte a su rebeldía: te prosternabas ante un seño de correos, un guante, un revólver. Un árbol no te decía nada, pero una cerilla estaba cargada de poder.
No te has ocupado demasiado de los fetiches negros, porque estudiabas la belleza en todas sus formas. No hacías trampas como la mayoría de nuestros contemporáneos. Verdaderamente, no lo comprendías. Te he visto bostezar ante un Manet como ante tu madre. Pero has sido un verdadero fetichista, a la manera de las mujeres y de los salvajes. En tu celda de suicidios, cuando yo entré, tu mesa no había cambiado. Estaba cargada de amuletos y de dioses. Dioses miserables, como los de las tribus que comen mal, que tienen sueño y que tienen miedo.
Sólo se puede escribir sobre la muerte, sobre el pasado. Sólo puedo comprenderte el día en que ya estás acabado.
Nunca pensaste en Dios.
Ignoraste el Estado.
Así, no pudiste librarte del cerco de tu familia y de tu lastre. Estabas sin defensa contra la herencia. No podías librarte de tu padre ni de tu bisabuelo. Yo te he oído borracho, gemir como un niño: tropezabas con tu cordón umbilical.
He vivido de ti, me he saciado de ti, y no he terminado mi comida. Mis amigos me alimentarán hasta el final de los siglos. Estoy obsesionado, habitado por mis amigos; no me dejan un instante. Es lo que querían decir con sus… *1 y sus ángeles de la guarda.
Nunca vi un hombre más cristiano que tú en apariencia. Lanzabas sobre todas las cosas la mirada de desprecio del cristiano: el sol no brillaba, la mar no se movía, no era una buena época para los senos. Con qué pálida sonrisa me decías: «Es una mujer hermosa», con qué risotada añadías: «Ya la clavaría yo en mi colchón». Te vi una vez hacer el amor; creo que fue lo que más me ha herido en mi vida. Una erección facilísima, perfectamente impávida, y eyaculabas en la nada. La mujer te miraba con los ojos abiertos por un espanto que tu mirada cortés helaba.
Sí: en apariencia, nadie más cristiano que tú. ¿No te habías metido, sin saberlo, en la escuela de los dandys? Un perfecto gentleman cristiano. El autómata formado por una corbata impecable, impecante, que demuestra la existencia del alma por su ausencia. Brummel bebía y follaba como tú. Para parecerte a él, sólo te faltaba la autoridad.
Estaba la banda de los que querían morir—pero no una vez (como él), cien mil veces—, los que querían vivir después de haberse despojado de todo, de todo lo que constituye la vida.
Todos te decían que no era bueno vivir. ¿Quién es el hombre que no haya dicho —o escrito— que no es bueno vivir?
Hay hombres que se han matado. Tú habías pensado en ellos, ya no pensabas, ya no hablabas de eso porque su muerte estaba dentro de ti.
Soy una plañidera; adopto el tono lacrimoso de los funerales. Después de todo, cono, hay una contrapartida. No te gustaba nada, no tenías talento para nada. Ya te lo he dicho antes. ¿De dónde viene un pesimismo? Sí hubieras tenido talento, aún estarías con nosotros. Los que se quedan, los que no se matan, son los que tienen talento, los que creen en su talento.
No hay que hablar mal del talento. No quiero que se hable mal ni del talento de los jardineros ni del talento de los periodistas. El talento... Quejaos a la Naturaleza que todos los días muestra su talento, su inmenso talento, y no muestra más que eso.
No te gustaba lo que está lleno de vida. Nunca te he visto amar a un árbol o a una mujer. Lo que soñabas acerca de las mujeres era impedirles respirar.
La amistad. Engaño que vale por sí solo tanto como los demás. Nunca tuviste ocasión de mostrar toda la amistad de que eras capaz. Es una ocasión que no se presenta nunca en nuestras tierras y en nuestros tiempos. Pero ¿y sí se hubiera presentado la ocasión? Entonces supongamos que habrías muerto por alguien o por algo que despreciabas, tú que lo despreciabas todo, que nunca quisiste ayudar a la vida.
Tampoco ella te ha ayudado.
Si uno debe escribir, es cuando tiene algo en el corazón. Si yo no escribiera hoy, entonces podrían escupirme a la cara.
Tú nunca me has escupido a la cara. Es extraño. Porque, en fin, escupías contra todo lo que me gusta y habías vivido con hombres que escupieron contra lo que yo amo y contra mí. La última vez que nos vimos me dijiste que apreciabas a aquél que más me ha escupido a la cara.
¿Qué podía uno decirte? Nada. Sin embargo me rebelaba o me reía —no, más bien me rebelaba—cuando sentía que tu descontento dependía de la menor coyuntura, igual que mí… *2
¡Hubiera bastado tan poca cosa para amaestrarte, para volverte a encantar! ¡Basta tan poca cosa para transformar la filosofía, para que suba la calle en vez de bajarla...!
¿Basta tan poca cosa? Pero los cebos más burdos son precisamente los que te hubieran vuelto a atar a la vida, a nosotros. La vida no podía obtener sobre ti más que una victoria mediocre.
El dinero, el éxito. Sólo podías escoger entre el fango y la muerte. Morir es lo más hermoso que podías hacer, lo más fuerte, lo más.
Palabra faltante en el manuscrito
Palabra faltante en el manuscrito