Aquellas consecuencias en las que la reciente y bien conocida polémica anti-burguesa, en sus aspectos más serios, nos ha conducido, puede ser más o menos resumida en lo siguiente. La civilización y el espíritu burgués, siendo incompatibles con el fascismo, deben ser superados. Existen, sin embargo, dos maneras de ser anti-burgués, de desear el fin de la burguesía, y no son sólo diferentes sino también antitéticos el uno del otro. En el primero, la burguesía, junto con todos sus derivados – ética burguesa, cultura burguesa, plutocracia, capitalismo, etc. – deben dar pie al régimen popular de las masas: la era “social” o “colectivista” debe ser afirmada por sobre y más allá de la burguesía. Desde el otro punto de vista, la verdadera superación de las mentiras burguesas yace en cambio en la aristocracia. La nueva época aristocrática debe ser afirmada, más allá de la decadente sociedad burguesa de la Civilización Occidental.
Es difícilmente necesario notar aquí que esta segunda concepción es aceptable desde el punto de vista fascista y que sólo en esta manera el fascismo puede ser anti-burgués, sin dejar de ser el irreconciliable enemigo del comunismo y del marxismo – movimientos que también esgrimen actitudes anti-burguesas, pero naturalmente en el primer sentido que mencionamos antes. No es este el lugar para insistir en la polémica que hemos traído ya varias veces en contra de ciertos entornos que, bajo la marca de ser anti-burgueses, tratan de introducir aberrantes, falsificadas y “socializantes” interpretaciones de la Revolución1.
Los Sustitutos Burgueses de la Aristocracia
Nosotros así, ya hemos tenido ocasión de indicar que no hay duda que se ha hecho una movida en falso en el momento en que uno recoge el término “aristocracia del pensamiento”. El culto supersticioso del “pensamiento” es, en realidad, una de las características de la civilización burguesa, que inventó este culto y lo propagó por obvias razones polémicas. Contra la aristocracia de la sangre y la aristocracia del espíritu, y así como para despojar estas de su autoridad, la civilización burguesa, consolidada a través del advenimiento del Tercer Estado, afirmó el derecho de la “verdadera” aristocracia, que supuestamente era la aristocracia del “pensamiento”. Ahora, el anti-intelectualismo y la virilismo, característica de nuevas corrientes renovadas y del fascismo, satisfactoriamente llevan este mito burgués al límite. ¿Qué es esta “aristocracia del pensamiento”? Puede ser reducida en mayor parte a los famosos “intelectuales”, los creadores de las teorías filosóficas, a los poetas y los literarios, es decir, aquellos a quienes Platón quiso exiliar de su Estado – un Estado que no era en lo más mínimo, como es vulgarmente creído, un modelo utópico, pero que reflejaba lo que tradicionalmente siempre fue sostenido como normal en los asuntos de política ordinaria. Ahora, para percibir la total absurdidad y el anacronismo de esta perspectiva, es suficiente hablar en voz alta la idea de que una élite de “intelectuales” y pensadores deba mantenerse en el poder, aunque ellos fuesen tal vez, en cuanto a carácter, cobardes y poco más que pequeños burgueses.
Como los humos de la progresiva y científica Ilustración han empezado a aclararse, nosotros no podemos concebir la “aristocracia del pensamiento” ni si quiere en términos de científicos, inventores, y técnicos. Todos estos son sin duda elementos útiles para la sociedad moderna, y fue algo excelente darles los medios, con el nuevo orden corporativo que tomó el lugar del precedente orden demo-parlamentario, para actuar más eficazmente en la estructura del Nuevo Estado. Pero es también evidente que uno no puede reconocer incluso a esta “aristocracia” la calificación propia de una clase dominante, la creadora de una nueva civilización más allá de la burguesía. Es mucho más apropiado para el marxismo y bolchevismo que para nuestra Revolución el pensar que una élite de técnicos, buscando resolver problemas puramente materiales, sociales y económicos, conducirá a la humanidad colectivizada, sobre la que ellos ejercen control, hacia un nuevo Paraíso, en tal medida que ellos pueden demandar cualquier reconocimiento.
Habiendo establecido estos términos de la inconsistencia de la fórmula de la “aristocracia del pensamiento”, queda para nosotros examinar otra idea, que se refiere a una noción generalmente autoritaria y dictatorial. Ya el hecho de que exista tal término como la “dictadura del proletariado” demuestra la necesidad de aclarar los significados de “dictadura” y “autoritarismo”. Es uno de los méritos de Pareto2 que él demostrase la inevitabilidad del fenómeno del elitismo, que sea dicho de una minoría gobernante. Pero con esto aún estamos lejos de poder hablar correctamente de “aristocracia”. ¿Acaso Pareto mismo no ha considerado el caso en donde esta élite pudiese ser constituida precisamente por la burguesía?
Pero nosotros deseamos por sobre todo traer algo más a colación; es decir, la relación entre la aristocracia y la idea totalitaria-autoritaria. Si uno busca con precisión sobrepasar ambos la burguesía y el colectivismo, uno debe tener las ideas muy claras respecto al alcance, el sentido, los límites y las posibilidades para el desarrollo de la idea totalitaria-autoritaria, específicamente en relación con la idea aristocrática. ¿Hasta qué punto puede la fórmula gente-líder, que traer el liberalismo y su irresponsable régimen democrático-burguesa a su fin, sirva como piedra angular de un nuevo edificio? ¿Hasta qué punto puede resolver exhaustivamente el problema con el que nosotros empezamos?
La Doble Cara del Totalitarismo
Es aquí cuando encontramos lo que pareciera ser terreno delicado para aquellos quienes no poseen los principios adecuados; nosotros debemos entrar en el campo de la relación entre la idea autoritaria y el absolutismo, entre la unidad dirigente de un Estado orgánico y un tribunal de la gente. Nosotros ya hemos mencionado este argumento en un artículo previo, donde hablamos del verdadero significado de las acciones tomadas por Felipe el Hermoso de Francia3.
Tomemos la idea fundamental una vez más diciendo que este fenómenos del totalitarismo y la concentración estatal tiene varios significados, en efecto contrarios significados, de acuerdo con el tipo de régimen que lo preceda.
Supongamos, como un ejemplo inicial, el caso en que el régimen pre-existente en cuestión es uno de una sociedad bien articulada, con los estratos sociales e incluso las castas que son más claras y distintas, no artificialmente, sino por vocación nacional – no cerradas o conflictivas, sino como agentes, actuando en un concierto ordenado dentro de una jerarquía completa; supongamos más aún que la diferenciación y el anti-colectivismo de esta sociedad son también expresados a través de cierta división de poderes y de soberanía, con una cierta autonomía de funciones y de particulares derechos, sobre los que reina la autoridad central, reforzados en vez de disminuidos en su soberanía espiritual por esta descentralización parcial precisamente, tal estado de las cosas puede ser visto p.ej. en los aspectos positivos del régimen feudal. Ahora es evidente que si en tal sociedad el centralismo y el totalitarismo fueron afirmados, esto significaría una destrucción y una desarticulación, la regresión de lo orgánico hacia lo amorfo. Concentrar todos los poderes en el centro en una moda absolutista es, en todo caso, algo como los esfuerzos de un hombre que desea referir directamente a su cerebro toda función y actividad del cuerpo, y quien de esta manera alcanza la condición de eso organismos inferiores que están constituidos sólo por una cabeza y un inarticulado e indiferenciado cuerpo.
Esta es precisamente la situación en el absolutismo anti-aristocrático y nivelado, que fue metódicamente buscado, bajo el ímpeto de una variedad de circunstancias, por los Reyes de Francia por sobre todo, siguiendo a Felipe el Hermoso. Y Guénon ha observado correctamente que esto no fue un accidente y que precisamente primero Francia experimente la revolución Jacobina, con el advenimiento del Tercer Estado. En efecto, aquellos Reyes absolutistas, enemigos de la aristocracia feudal, literalmente cavaron sus propias tumbas. Al centralizar, al disolver y al desmembrar4 el Estado, substituyendo una superestructura burocrático-estatal por formas directas de autoridad, de responsabilidad y de parcial soberanía personal – al hacer todo esto, los enemigos de la aristocracia crearon un vacío alrededor de ellos mismos, porque su vanidosa aristocracia judicial no podría significar nada por más tiempo, y la aristocracia militar fue para entonces privada de cualquier conexión directa con el país. La diferenciada estructura que actuó como medio para la nación como masa fue destruida, desarraigada de lo soberano y su soberanía. De un golpe, la revolución fácilmente abolió aquella superestructura y puso el poder en las manos de la pura masa. El absolutismo aristocrático por tanto abre el camino a la demagogia y el colectivismo. Más allá de tener el carácter de verdadero dominio, este encuentra su equivalente sólo en las antiguas tiranías populares y los tribunales plebeyos, los cuales por igual son formas colectivistas.
Las cosas se mantienen bien aunque cuando el antecedente al proceso de concentración autoritaria no es feudal ni una sociedad orgánica, pero una sociedad “moderna”, es decir, una sociedad de disolución. Este es el estado de las cosas en nuestra sociedad. Liberalismo, democracia, igualitarismo, e internacionalismo han reducido la nación a la condición de masas mercuriales quienes estuvieron al borde de dispersase en toda dirección, y de hundirse al punto de la total genuflexión representada por el socialismo y por el comunismo. Ante tal estado de las cosas, la primera y más urgente tarea fue obviamente la creación de un bastión, un freno, con todos los significados disponibles, para poder neutralizar la tendencia hacia lo centrífugo a través de una fuerza política centrípeta. Y precisamente este es el sentido y el valor positivo del proceso fascista totalitarizante. Tras haber logrado esta primera tarea, la siguiente, que inmediatamente se presenta a sí misma, es articular la nación nuevamente, traer de vuelta la nación a sí misma, unificarla bajo las señales de varios mitos y símbolos y protegerla contra toda fuerza desintegradora y dispersiva; esta es una tarea de protegerla de toda forma de colectivismo y dando vida a muy claras unidades conectadas jerárquicamente, procesando su propia persona. Sólo en esta forma puede tener una estructura, una realidad orgánica, capaz de persistir en el tiempo y armada con su propia fuerza conservadora – una fuerza que no puede estar presente en ninguna sustancia colectiva y sin forma, de tal forma se mantiene junta sólo por un estado mental dado y por las estructuras generales del Estado. Sólo entonces la Revolución habrá generado un nuevo ser completamente formado.
En la Tradición, el significado de aristocracia poco tiene que ver con la noción moderna.
Prestigio y “Raza”
En este punto, puede ser visto que con nuestras últimas consideraciones nosotros sólo hemos dejado aparentemente atrás a nuestro sujeto inicial – se puede decir que, el problema de la significancia de la aristocracia. Por supuesto, es evidente que uno no puede contemplar una nueva orgánica y Tradicional articulación del Estado sin sentar ante uno mismo el problema de las personas, en un sentido aún mayor que el implicado por el convencional término, o por los gustos de la “clase dirigente” del decimonoveno siglo. Y esta idea crece más claramente aún si sólo uno tiene en mente que no estamos hablando sólo de funciones y actividades “políticas” que están más o menos conectadas al cuerpo administrativo o legislativo del Estado. Nosotros en cambio hablamos del problema de una forma personal de autoridad, que promulga desde el hombre en vez de desde su oficio: nosotros estamos hablando de un prestigio y un ejemplo que, siendo común a una clase específica, cuyas necesidades forman una atmósfera, cristalizarlas en un más elevado estilo de vida, y así efectivamente dándole la “tonalidad” a una nueva sociedad. Nosotros estamos hablando de casi una Orden, no en el sentido religioso, sino en el sentido guerrero ascético, y naturalmente con referencia a lo que esto podría representar en el mundo, como en la Edad Media Gibelina. En efecto, nosotros tenemos en cuenta hasta las más antiguas sociedades Arias e Indo-Arias, en donde es sabido que la élite no era en ninguna forma organizada materialmente, ni obtuvo su autoridad al representar algún poder tangible, pero aun así mantuvo sólidamente su posición y dio el tono a la sociedad correspondiente.
Ahora, parece lo suficientemente claro que es precisamente en estos términos que ninguna “aristocracia” debe ser concebida, que a su vez es invocado en contra del tipo de sociedad y civilización “burguesa”. Esto no concierne a la “aristocracia del pensamiento”, ni a las veleidades de los “intelectuales”, ni a los pequeños “tribunales” populares, que están dirigidas a manipular y fascinar a las masas con expedientes dictados al momento: nosotros hablamos en cambio de una “aristocracia” que innegablemente tiene muchos rasgos en común con la nobleza gentil, con el patriciado tradicional, y, nosotros casi queremos decir, con la antigua feudal y sacro-guerrera aristocracia de las sociedades Arias. En este sentido un nuevo problema emerge: aquel de examinar los elementos válidos del “estilo” dentro de esta aristocracia superior, así como determinar cómo evaluar a aquellos que, acorde con su heráldica, son “nobles” – dado que la nobleza aún exista en Italia, y en efecto el fascismo se ha acorralado a sí mismo con la protección y el control de sus títulos, y elevando a nuevas personas a la dignidad de este.
Tradicionalmente, dos cosas por sobre todo destacan en la nobleza: el valor reconocido a la sangre y la subordinación de la persona a su linaje dado y origen. Individualistamente o “humanísticamente”, el ser humano singular no tiene valor aquí; él vale algo en relación a su sangre, a sus orígenes y a su familia, cuyo nombre, honor y fe debe exaltar. De la misma manera, se le da relevancia a su herencia y a su origen, al punto de excluir cualquier entremezclas contaminante. Las relaciones entre esta actitud y el racismo son claramente evidentes.
Por miles de años el racismo ha estado activo en la nobleza gentil de cada pueblo, y aún en su forma superior, en la medida en que este ha mantenido su adherencia a la idea de tradición y ha evitado materializarse en la forma de un tipo de zoología. Antes el concepto de raza fue generalizado, como ha sido hecho en tiempos actuales, tener raza siempre fue sinónimo con aristocracia. Las cualidades de la raza siempre significaron las cualidades de la élite, y se refería no a regalos de los genios, de cultura o de intelecto, sino que esencialmente al carácter y al estilo de vida. Estos se postraban en oposición a la calidad del hombre común porque ellas aparecían, en gran medida, innatamente: o uno tiene las cualidades de la raza o no las tiene. Estas no pueden ser creadas, construidas, improvisadas o aprendidas. El aristócrata, en este sentido, es precisamente lo contrario del parvenu, el recién llegado, el “hombre hecho por sí mismo”, que se ha convertido en lo que no era. Para el burgués ideal de “cultura” y de “progreso” es opuesto al ideal aristocrático, que es conservador de la tradición y de la sangre. Este es un punto fundamental, y es la singular y verdadera superación de todos los sustitutos burgueses y protestantes de la aristocracia.
Desde este punto de vista del racismo patricio, no sólo las cualidades físicas sino también los elementos espirituales son transmitidos hereditariamente – una sensibilidad moral especial, una visión de la vida, una instintiva facultad de discriminación. Todo esto es de fundamental importancia para nuevas tareas también. Aquí estamos hablando de dones específicos que, en el último análisis, derivan de factores supra-biológicos del carácter, factores que están fatalmente dispersados en las masas. Un típico raso aristocrático es la facultad de reaccionar desde motivaciones espirituales, y hacer ello de forma instintiva, directa y orgánica como el hombre común es capaz de hacerlo solo que con respecto a lo que toca estrechamente su vida animal o pasional. Más aún – y estos es importante – en una auténtica aristocracia el significado de “espiritualidad” siempre ha tenido poco que ver con la noción moderna: hay aquí este sentido de soberanía, hay desprecio por las cosas profanas, comunes, cosas a la venta – cosas como las que nacen de la habilidad, del ingenio, de la erudición e incluso del genio – un desprecio tal que no es tan lejano al profesado por el propio asceta.
En efecto, nosotros estamos tentados a expresar el secreto de verdaderos dones nobles en esta fórmula: una superioridad con respecto a la vida que se ha convertido en natural, una vida de pedigrí. Esta superioridad, que tiene al respecto algo del asceta, no crea la antítesis dentro del mismo ser de tipo aristocrático; como una segunda naturaleza, esta se mantiene sobre la inferior parte humana de su ser y calmadamente la impregna; se traduce en dignidad imperiosa, fortaleza, una “línea”, un calmado y controlado porte del alma, de la palabra, del gesto. Da lugar a un elevado tipo de humano. Al guiar la teoría actual de la raza hacia sus consecuencias lógicas; completándola con la consideración de esos valores viriles y ascéticos, que juegan un rol tan grande en el fascismo; al reconocer la fundamental desigualdad de los seres, que no está restringida a las razas, pero también concierne a los individuos de una misma raza; confrontando por lo tanto las tareas selectivas y protectoras que se derivan de las mismas – al hacer todo esto, uno no puede evitar ser llevado de regreso, tarde o temprano, a este ideal humano de la tradición aristocrática. Pero aquí se plantea el gran problema, de los caminos y la base para su realización práctica en estos asuntos.
¿Qué podría provocar un renacimiento de la aristocracia?
Si la herencia es una condición y las tradiciones no pueden ser inventadas, sería lógico buscar los linajes aristocráticos existentes al menos en parte de estos elementos necesarios para el trabajo del que hemos hablado anteriormente; de este modo, la lucha contra la burguesía podría llegar a su fin. Desafortunadamente, hay varias dificultades respecto a esta solución en Italia. La principal de estas se encuentra de hecho con que la nobleza de Italia fue sólo mínimamente una nobleza feudal. Ahora, la relación entre título y poder es la inescapable condición de cualquier verdadera aristocracia. Es necesario tener tierras, sobre las cuales uno puede ejercer una especie de soberanía parcial, poniendo a prueba las capacidades de prestigio, de responsabilidad, de organización y de justicia de uno mismo; la tierra es requerida para amar, para proteger y para transmitir, así como la tradición misma del nombre y de la sangre; dicha tierra es la base material para el decoro y la independencia de una familia. Esta ha sido la situación actual, aunque poco en Italia. Demasiados títulos de nobleza han sido dados en el pasado, alegremente por las casas gobernantes, como simples ornamentos e instrumentos de vanidad mundana, sino incluso como signos de corrupción; para quien tenga un título pero ni poder o dinero, y para quien es absorbido por la feria de salones y cortes, está siempre expuesto a la tentación de procurarse de todo recuro y medios para mantener un artificial y convencional estilo de vida. Y es comúnmente sabido hasta qué punto esto ha facilitado las maniobras de infiltración judía. Del mismo modo, no ha habido forma de emplear sistemáticamente un linaje noble específico en el rol de una verdadera clase política en Italia, a colocar constantemente postrar frente al noble las funciones y tareas claras que le son naturales, en las que pueda probar sus capacidades reales e impedir el estancamiento, la depresión o la decadencia de las cuales la sangre y tradición han sido brindadas al individuo. Y varias otras circunstancias más allá de estas han traído consigo que las presentes condiciones de la aristocracia, incluso la aristocracia italiana, sean algo menos que ideales.
Que nadie en este punto mencione las excepciones. Nosotros no estamos hablando de las excepciones; incluso a una cierta parte de la burguesía podría hacer valer sus excepciones. Nosotros estamos hablando más bien de una élite homogénea, que atestigua de manera inequívoca el espíritu y el nivel de una civilización y una sociedad, al representar al a tradición en el más altivo y más espiritual sentido de la palabra. Ahora, sería apresurado señalar cualquier cosa que incluso se acerque remotamente a esto dentro de los salones y los círculos de nuestra tan llamada “alta sociedad”, un entorno en el que se reúne todo tipo de criaturas, todo tipo de “buen nombre”, pero, al mismo tiempo, también el esnobismo, internacionalismo y las frivolidades de todo tipo. Hay que llamar a las cosas por su nombre: si hay una real antítesis de la verdadera nobleza, está constituida precisamente por esta “mundialista” y profana aristocracia, hecha a su modo por matronas pintadas y semi-vírgenes apurándose en ir de una fiesta del té hacia la siguiente; está poblada por jugadores de bridge e impecables ejecutores de las más exóticas y ridículas danzas – una verdadera feria de la vanidad de toda superficialidad dorada y cosmopolitizada para esconder su vacuidad intelectual y su escepticismo espiritual – aun cuando abre sus puertas e invita a sus almuerzos y sus fiestas de cocteles al “brillante” literato, el novelista de momento, el crítico laureado, el pontificador periodístico. ¿Dónde está esa dureza?, ¿dónde está esa ascesis de poder?, ¿dónde está ese desprecio por la vanidad propia de la aristocracia, cuando era realmente una casta dominante? ¿Qué ha sido de ese antiguo título ario de los aristócratas, ‘enemigos del oro’? La endogamia de la nobleza espiritual con chicas estadounidenses, tan ricas como estúpidas y presuntuosas, y también con la plutocracia judía, es un hecho bien documentado y, si bien afortunadamente no ha alcanzado entre nosotros las dimensiones que ha alcanzado en otras naciones, aún, incluso entre nosotros, cuántos hoy no son capaces de no confundir la superioridad con afluencia y de recibir en el parvenu a quien ha aprendido las modas de esta camarilla y que, por medio de las conexiones correctas e incluso de artimañas femeninas, se ha introducido en la “alta sociedad”? Y si en ciertos círculos de la supuesta ‘nobleza negra’5 o similar, mundialista, cosmopolita y modernista inescrupulosidad no ha conquistado aún un cierto tradicionalismo, todavía, en este tradicionalismo, ¿qué realmente subsiste de la intransigencia heroica y ascética – todo lo que no tiene nada que ver con el conformismo conservador, con el prejuicio, con el moralismo? Este problema de una nueva aristocracia anti-intelectualista, ascética y heroica, casi feudal o barbárica en su dureza y en su resignación a atenuar sus formas – una aristocracia que no sea improvisada, sino que se legitime a sí misma con una tradición y con una ‘raza’ – es fundamental. Sólo mediante esta puede la civilización burguesa ser superada, no con artículos periodísticos, pero con hechos; por medio de este mismo podemos llegar a la articulación cualitativa del Estado más allá del totalitarismo, como ha sido discutido. Pero este problema es fundamental en cada detalle así como es arduo de resolver. ¿Hasta qué punto podemos buscar un re-despertar y una reintegración de esas cualidades que se han convertido en latentes o degeneradas en esta nobleza sobreviviente? ¿Hasta qué punto será necesario en vez de “empezar de nuevo”, forzarnos a nosotros mismos a crear los gérmenes de una nueva nobleza – una no definida por los méritos individuales o las habilidades del tipo burgués y secular, sino por una superior formación de vida, que sea celosamente transmitida a una posteridad futura?
Al menos es cierto que debemos evitar posibles confusiones, y debemos hacer todo lo que esté en nuestro poder para asegurarnos de que los muertos se separen de los vivos. El hecho que haya un grupo de gente que tiene el derecho de portar título nobiliario sólo porque la Consulta Araldica6 se lo ha reconocido, y porque ellos vivan una vida “ordenada” en lo que respecta a las convenciones burgueses y el Código Penal, representa, en lo que a nosotros respecta, algo letal al prestigio, la potencia y la posibilidad de un resurgimiento de la verdadera aristocracia. Nosotros que sostenemos títulos tradicionales, que no sirven a ningún propósito si no es el de inflamar la vanidad y la vanidad mundialista – la cual dicha sea de paso, despeja artificialmente un camino para esta vanidad – nosotros sostenemos que estos títulos son incompatibles con el espíritu realista del fascismo y, al mismo tiempo, que ellos deberían ser objetos de un claro desprecio por parte de quien sea verdaderamente aristocrático y desea la aristocracia como una potencia y como una realidad, no como simple humo y decoraciones de los salones parisinos. Nosotros sostenemos que una revisión, una selección de la nobleza nominalmente heráldica es inconveniente. Si tener un alma burguesa le da a uno el derecho de portar un título aristocrático, es claro que este título no vale ya nada, que ya no significa nada; es el instrumento, no de distinción, sino de confusión.
La prueba a la que debe ser puesta la nobleza sobreviviente, hacia el fin de la discriminación, sería en el fondo bastante fácil. Es una cuestión de obligarlos a no renunciar a lo que son. Como en las civilizaciones tradicionales, un título, un poder y un oficio deben ser unidos indisolublemente una vez más. Quien sea que tenga un título y sea un hombre debe ser excluido de la vacía vida de los salones, de las fiestas de té, de los hoteles de moda y de la ‘alta sociedad’; él debería verse obligado a tomar una vez más lo que una vez perteneció a sus padres – si su nobleza es verdadera – y que él, en el mundo moderno, ha renunciado alegremente para degradarse en la vida mundialista: con su título, él debería verse obligado a asumir un cargo y un poder, una responsabilidad absoluta, y hacer esto con el entendimiento que debe ser natural para él lograr un avance que sería excepcional y antinatural para otros. Sólo si pasara esta prueba podría confirmarse su título y llegar a significar algo.
No es importante si en esta prueba de fuego muchos fallarán. Eso no hará más que bien para la aristocracia. En efecto, esta es la única condición por la que la aristocracia deberá alzarse de nuevo, integrando la política jerárquica de un nuevo Estado con una especie de Nuevo Orden, cuya eficacia se deriva de las cualidades y su elevado cimiento inferior. Sin el surgimiento de esta Orden, será difícil suplir su ausencia con sustitutos, y la confusión actual persistirá: habrá una aristocracia del espíritu que no es la de la clase, no la aristocracia patricia y heráldica que consistirá en la supervivencia marginal de una verdadera aristocracia de individuos aislados, todos vacilantes en medio de la niebla de imitaciones burguesas de elitismo. La dura construcción romana de un nuevo Estado, especialmente si este debe ser puesto a prueba de una gran nueva experiencia heroica, está destinada a elevarse rápidamente por encima de esta niebla.
Ensayo publicado originalmente en la edición de Junio de 1940 de La Vita Italiana, XXVIII, 327. Traducido por ZeroSchizo.
Donde el italiano Rivoluzione obviamente busca referirse a la revolución fascista, y no a la francesa ni la norteamericana. Cuando Evola se refiere a la Revolución Francesa más abajo, él la pone con letras minúsculas. Sobre su crítica del Fascismo, es ciertamente uno de los mayores temas de su filosofía política, puede ser encontrado principalmente en A Traditionalist Confronts Fascism, Fascism Viewed from the Right, pero también en otros libros, incluido su último, Recognitions.
Vilfredo Pareto (1848–1923) fue un científico político y sociólogo italiano, pero también fue un ingeniero. El Principio de Pareto, que formula que alrededor de un 80% de los efectos de la mayoría de los eventos viene de un 20% de las causas, fue su descubrimiento –un muy curioso principio con una gran variedad de aplicaciones. Pareto mismo notó, por ejemplo, que en Italia alrededor del 20% de la población poseía alrededor del 80% de las tierras, y que en un jardín alrededor del 20% de las vainas de guisantes contendrán alrededor de 80% de los guisantes. La idea fue puesta a trabajar en economía, gestión, ciencia, y deportes, y es entretenido, y a veces fructífero, tratar de ponerla en uso en otras áreas también. Julius Evola menciona a menudo en su trabajo, y dedica un laudatorio ensayo a él en el Capítulo 30 de Recognitions.
Este ensayo, “El Caso de Felipe el Hermoso”, aún tiene que ser traducido al inglés. Este representa una incursión interesante en un pedazo de historia que ha resurgido durante la época fascista. Felipe el Hermoso, o Felipe IV de Francia (1268–1314), fue considerado por algunos fascistas como una especie de proto-fascista – idea que Evola mismo critica fuertemente en el ensayo mencionado.
Del italiano: disossando e disarticolando, literalmente “deshuesando (p.ej. extrayendo todos los huesos de) y desarticulando (p.ej. eliminando todas las coyunturas, pivotes, articulaciones, etc., p.ej. de un cuerpo)” – una vívida metáfora siguiendo desde la idea del “estado orgánico”.
Del Italiano, nobilità nera. Referencia a la nobleza que mantenía su fe con el papa cuando los Saboya conquistaron los Estados Pontificios en 1870. El término se refería al hecho de que estos nobles mantuvieron las puertas de sus palacios cerrados, para indicar el confinamiento auto-impuesto del Papa. El término permaneció en uso aún luego de estos eventos para indicar la parte de la nobleza italiana que mantenía más o menos una actitud tradicionalista católica. En décadas más recientes, algunos de ellos brindaron su apoyo al Arzobispo Marcel Lefebvre, fundador de la -fraternidad anti-Vaticano II, la Sociedad de San Pío X.
El “Colegio de Armas”, establecido en 1869 para asesorar al nuevo y unido gobierno italiano en asuntos respecto a heraldía, nobleza, etc.