Nuestra Sociedad de los Escudos creció gracias al Ejército de Defensa Nacional; por tanto, se podría decir que el Ejército de Defensa es nuestro padre y nuestro hermano mayor. Entonces, ¿por qué lo recompensamos de los favores que nos ha otorgado actuando con tanta ingratitud? En el transcurso de estos últimos años —cuatro para mí y tres para los otros miembros— el ejército nos ha recibido y nos ha considerado casi como miembros de sus efectivos, pues nos adiestró sin exigirnos ninguna contrapartida. Nosotros aprendimos a amarlo sinceramente y a soñar con la recuperación del «auténtico Japón», que actualmente existe sólo en los cuarteles, y también aprendimos a conocer las lágrimas viriles, un espectáculo inhabitual en la posguerra.
Compañeros del ejército, hemos vertido nuestro sudor junto a vosotros, corriendo a vuestro lado por las llanuras del Fujiyama y compartiendo vuestro amor por la patria. De ello no albergamos la menor duda. El Ejército de Defensa nacional ha sido nuestro país natal, el único lugar de este debilitado Japón moderno donde se puede respirar una atmósfera de audacia. Es inconmensurable el afecto con el que nos han honrado los instructores y todos los que nos han adiestrado. ¿Por qué, entonces, hemos osado tomar esta decisión? Aunque pueda parecer una apología, afirmo que el amor por el Ejército de Defensa nacional es nuestro móvil.
Hemos visto que, a causa de su obsesión por la prosperidad económica, el Japón de la posguerra ha renegado de sus propios orígenes, ha perdido el espíritu nacional, ha corrido hacia lo nuevo olvidando la tradición, ha caído en una hipocresía utilitarista y ha precipitado su alma hacia un terrible vacío. Hemos sido obligados, apretando los dientes, a asistir al triste espectáculo de una política perdida en viscosas contradicciones, en la defensa de intereses personales, en la ambición, en la sed de poder y en la hipocresía; hemos visto los grandes deberes del Estado delegados a un país extranjero, hemos visto el ultraje de la derrota sufrida en la última guerra no vengado sino simplemente cubierto de arena, hemos visto la historia y la tradición de Japón profanadas por su mismo pueblo. Y, por todo ello, hemos alimentado la esperanza de que el verdadero Japón, los verdaderos japoneses y el verdadero espíritu de los samuráis, perduraran al menor en el Ejército de Defensa nacional. Sabemos perfectamente que desde un punto de vista jurídico nuestro deseo es inconstitucional. La defensa, que representa la cuestión esencial, para una nación, ha sido eludida con interpretaciones jurídicas oportunistas. Y nosotros hemos visto que precisamente este Ejército, indigno de semejante título, ha sido la expresión principal de la corrupción de Japón, de su degeneración moral. El Ejército, que más que cualquier otra institución, debería atribuir la máxima importancia al honor, ha sido objeto de los más mezquinos engaños. El Ejército de Defensa ha seguido llevando la deshonrosa cruz de una nación derrotada. El Ejército de Defensa no fue capaz de crecer hasta alcanzar el nivel de Ejército nacional, no logró que se le diera importancia alguna en tal sentido y no recibió el deber de crear un auténtico ejército, sino que, al contrario, fue humillado, pues se lo consideró en el mismo nivel que una fuerza de policía, y ni siquiera se le indicó claramente a quién debía jurar fidelidad. ¡Estamos furiosos por el sueño ya demasiado largo en el que yace el Japón de posguerra! Hemos creído que el despertar del Ejército de Defensa podía coincidir con el despertar de Japón. Hemos creído que Japón despertaría sólo cuando el Ejército hubiera reabierto los ojos. Hemos creído que, como miembros de esta nación, no existía un deber más importante que concentrar todas nuestras humildes energías para que, mediante una reforma de la Constitución, el Ejército de Defensa recuperara su significado original y se convirtiera en un auténtico Ejército Nacional.
Hace cuatro años me enrolé en sus filas animado por semejante propósito, y al año siguiente fundé la Sociedad de los Escudos. La idea fundamental de nuestra asociación es sacrificar nuestras vidas únicamente a fin de que el Ejército de Defensa despierte y se transforme en un glorioso Ejército nacional. Ya que con este régimen parlamentario no es posible reformar la Constitución, la única posibilidad que queda es la creación de un movimiento que provea orden y seguridad. Nosotros hemos decidido sacrificar la vida como una acción de vanguardia de tal movimiento, que ha de ser la piedra sobre la que se edificará el Ejército nacional. Es deber del Ejército proteger a la nación, mientras que a la policía le corresponde el deber de defender la política. Cuando la policía ya no está en condiciones de defender la política, no hay duda de que es el Ejército el que debe movilizarse en defensa de la patria, recuperando, de ese modo, su significado original. El principio fundamental del ejército japonés no puede ser otro que «proteger la historia, la cultura y las tradiciones de Japón edificadas sobre su emperador». Somos pocos pero decididos, y ofrecemos nuestras vidas en la misión de enderezar los pilares torcidos de la nación.
¿Recordáis qué sucedió el 21 de octubre de 1969? Una gran manifestación que habría debido impedir la visita a Estados Unidos del primer ministro fue sofocada por fuerzas destacadas de la policía. Fui testigo de ello mientras me encontraba en el barrio de Shinjuku y entonces comprendí con profundo dolor que no había esperanza alguna de modificar la Constitución. ¿Qué sucedió ese día? El gobierno valoró los límites de las fuerzas de extrema izquierda y la reacción de la gente común frente a las medidas represivas a las policía, no muy diferentes de las que implica un toque de queda; entonces tuvo la seguridad de poder controlar la situación sin tener que apelar a la «reforma constitucional». No fue necesario recurrir a la intervención del Ejército de Defensa para restablecer el orden y la seguridad. El gobierno tuvo la certeza de que podría mantener el pleno control sólo con la intervención de la policía, perfectamente legítima y constitucional, y comprendió que podía continuar eludiendo los problemas esenciales de la nación. Por tanto, logró anular las fuerzas de izquierda con el pretexto de la defensa de la Constitución, consolidar una política en la que siempre se sacrifica el honor para obtener ventajas concretas, y anotarse otro punto a su favor, proclamándose defensor de la Constitución. ¡Sacrificar el honor para obtener ventajas! Tal vez pueda parecer lícito a los políticos. Pero ¿cómo es posible que ellos no se den cuenta de que para el Ejército de Defensa es una herida mortal? Recomenzó, pues, aun peor que en el pasado, una alternancia de hipocresías y de engaños, de falsas promesas y de ardides.
El 21 de octubre de 1969 fue un día trágico para el Ejército de Defensa. ¡Grabaos esta fecha en el alma! Fue el día en el que quedaron traicionadas definitivamente las esperanzas del Ejército de Defensa que, durante veinte años, desde el momento en que fue fundado, había esperado con ansia la reforma de la Constitución, reforma que siempre quedó excluida de los programas políticos. Fue el día en que el partido liberal y el partido comunista, cómplices en proseguir una política parlamentaria, liquidaron abiertamente toda posibilidad de recurrir a métodos antiparlamentarios, Y así, lógicamente, desde ese día, el Ejército de Defensa, que hasta entonces había sido un hijo ilegítimo de la Constitución, fue reconocido realmente como «Ejército de Defensa de la Constitución». ¿Existe una paradoja más terrible?
Desde ese día concentramos incesantemente nuestra atención sobre el Ejército. Si, como habíamos soñado, éste estaba constituido por hombre hombres con espíritu de guerreros, ¿por qué toleraban esa situación en silencio? ¡Qué terrible contradicción lógica es proteger aquello que niega nuestra existencia! Si sois hombres, ¿cómo puede tolerarlo vuestro orgullo viril? Cuando, tolerado lo intolerable, el enemigo atraviesa la última línea de defensa, un hombre, un guerrero, debe alzarse resueltamente. Nos quedamos esperando con ansiedad. Pero del Ejército de Defensa no se alzó ninguna voz viril contra la orden humillante de «defender la Constitución» que niega nuestra existencia. Si bien ahora está claro que no existe otro camino para enderezar las tortuosidades de la nación, excepto el de recuperar la conciencia de la propia fuerza, el Ejército de Defensa continuó callando como un canario enmudecido.
Tras el dolor y la rabia nos asaltó la indignación. Vosotros afirmáis que no podéis actuar sin haber recibido una orden. Pera las órdenes que os han dado no provienen, en definitiva, de Japón. Alegáis que el control civil es la función real de un ejército democrático. Sin embargo, en Estados Unidos y en Inglaterra el control civil concierne sólo a la administración del régimen militar. No sucede como en Japón, donde el Ejército está castrado y privado hasta del derecho a elegir sus propios soldados, donde esos extraordinarios traidores que son los políticos le traten como si fuese un títere, y donde se le explota para apoyar los planes y los intereses partidistas.
¿Acaso se ha corrompido el espíritu de este Ejército que sigue dejándose atraer por los políticos, recorriendo un camino que le conduce a un autoengaño y a una autoprofanación cada vez más profundadas? Adónde ha ido a parar vuestro espíritu de guerreros? Cuál es el significado de este Ejército, ahora reducido a un gigantesco depósito de armas sin alma? Cuando se produjeron las negociaciones por el asunto de las fibras, algunos industriales textiles acusaron de traición nacional a los miembros del partido liberal, pero cuando se comprendió claramente que el tratado para instalar bases de submarinos nucleares, que habría influido de modo decisivo en nuestra política nacional más importante, era casi idéntico al injusto tratado del 5-5-31, no hubo un solo general que se opusiera abriéndose el vientre.
¿Y qué fue de la restitución de Okinawa? ¿Y de la responsabilidad de defender el suelo de la patria? Es evidente que Estados Unidos no desea que Japón esté protegido por un auténtico y autónomo ejército japonés. Si dentro de de dos años el Ejército de Defensa no ha reconquistado su autonomía, seguirá siendo para siempre —como sostienen los militantes de la izquierda— un grupo de mercenarios a sueldo de Estados Unidos.
Hemos esperado cuatro años. El último año con un fervor especial. No podemos esperar más. Ya no hay motivo para esperar a quienes continúan profanándose a sí mismos. Esperaremos aún treinta minutos, los últimos treinta minutos. Nos rebelaremos juntos y juntos moriremos por el honor. Pero antes de morir volveremos a darle a Japón su auténtico rostro. ¿Queréis tanto la vida como para sacrificar la existencia del espíritu? ¿Qué clase de ejército es éste que no concibe valor más noble que la vida? Ahora nosotros testimoniaremos ante todos vosotros la existencia de un valor más elevado que el respeto por la vida. Este valor no es la libertad, no es la democracia. Es Japón.
El país de nuestra amada historia, de nuestras tradiciones: Japón. ¿No hay alguno entre vosotros dispuesto a morir para oponerse a la Constitución que ha despedazado nuestra patria? ¡Si existe, que se levante y muera con nosotros! Hemos emprendido esta acción con la ardiente esperanza de que todos vosotros, a quienes ha sido concedido un espíritu purísimo, podáis volver a ser verdaderos hombres, verdaderos guerreros.
Texto escrito por Mishima y desplegado por éste sobre dos lienzos blancos el 25 de noviembre de 1970 instantes antes de su suicidio ritual.
Tratado de seguridad japonés-norteamericano firmado en mayo de 1960 que estableció la colaboración militar recíproca. Japón ofrecía bases a Estados Unidos y confirmaba su renuncia a cualquier intervención bélica. A cambio, se le garantizaba la protección militar norteamericana. Aprobado unilateralmente por el partido liberal en el gobierno, fue objeto de violentas protestas populares.